Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

El dios Jano tenía dos caras. Igual que mucha gente que te sonríe por delante y te odia de espaldas, que parece honesta pero tiene la piel de Judas, que es decente de día e indecente de noche. El dios Jano que veneraban los antiguos romanos, dio el nombre al primer mes del año, januarius, enero; con una cara mira al año que ha concluido y con la otra, al año que empieza.

La gramática y la experiencia que sabe más que la gramática nos dice que la vida tiene tres tiempos, como una sinfonía patética; presente, pasado y futuro. Hoy, ayer y mañana.

El presente es el mundo de los niños, viven cada día disfrutándolo a tope. El hoy es su patrimonio y su ocupación. Carecen de pasado y de futuro, de recuerdos y de proyectos. Niño es una persona privilegiada que no tiene curriculum vitae (ese modo elegante de inflar mentiras). Al anochecer, se entristece el niño porque sus padres lo mandan a acostar, el peor castigo. El niño quisiera un día sin fin, un hoy sin aurora ni ocaso, como anticipo de la eternidad.

La juventud está orientada vitalmente hacia el futuro. Cuando termine mi carrera, cuando me case, cuando tenga un automóvil. Su corazón rebosa de ideales, proyectos y esperanzas, como que sabe que su aliado es el tiempo y tiene toda la vida por delante.

Si el adverbio del niño es “hoy” y el del joven es “mañana”, el del adulto es “todavía”. Todavía estoy fuerte, todavía puedo emprender ese negocio, todavía me queda una buena tajada de tiempo. Sin embargo, la vida se le va haciendo no solo cada vez más penosa, sino también más fugaz. Cómo pasa el tiempo, filosofa el adulto con un airecillo de nostalgia. No es el tiempo el que pasa, sino uno mismo. Aunque es verdad que cada año le parece que pasa más aprisa y que el tiempo adquiere una velocidad más acelerada. Si parece que ayer fue año nuevo y ya estamos a 31 de diciembre. Solo el tiempo no pierde el tiempo, escribió Jules Renard.

¿Y el anciano? Más que vivir, sobrevive. Lo que hizo, hizo. Desde que llegamos a una altura máxima, comienza el descenso que ya no se detiene, cuando notamos que nada es igual que antes, que ha empezado otra manera de comer, de dormir, de divertirse, de existir, en suma.

Ha empezado el invierno de la vida y el árbol se va quedando sin verdor y sin trinos. Cada día nos vamos despidiendo de algo o de alguien. Tomo entre mis manos el almanaque del año que termina, arranco la última hoja, es decir, arranco un trozo de mi propia vida, porque el reloj no da las horas, las quita.

Pero el hombre no es un ser destinado a la muerte, sino a la resurrección. Cuando el sol se ha puesto, comienza el alba de la vida que no acaba. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?

Artículo publicado en El Sol de San Luis el 27 de diciembre de 1992. 

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 31 de diciembre de 2023 No. 1486

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