Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Si, se trabaja para descansar; pero se descansa para trabajar. Agosto huele a verde y azul, el bosque y el mar, levantarse con el sol alto y hacer lo que uno quiera a su real gana. Que en eso consiste precisamente el sentido de las vacaciones, los fines de semana y la jubilación. El ocio es el tiempo de la libertad, afuera los relojes, los calendarios, las agendas. Ahora mando yo.

Pero ¿descansa el hombre de hoy? Cómo no, hay un cuantioso grupo de individuos cuyo único trabajo es el descanso. Si se levantan más temprano, es para tener más tiempo de no hacer nada. Son los zánganos de la colmena humana. Que trabajen los tontos; es tan corta la vida, que no hay que echarla a perder trabajando.

El escritor norteamericano John Dos Passos en su libro Rocinante vuelve al camino, narra su conversación con un carretero andaluz que le resume sus puntos de vista:

-Vosotros no hacéis más que trabajá pa descansá y descansá pa trabajá otra vez.

-¿Y vosotros?, replica el yanqui.

-Nosotros vivimos.

Del lado opuesto están los incansables, los nacidos para emular potros de carreras o mulas de noria que no cesan de dar vueltas a lo mismo su vida entera. Apoyan su avidez de trabajo en viejos y falsos aforismos: “el tiempo es dinero”, “al que madruga Dios le ayuda”, “el hombre se hizo para trabajar como el ave para volar”, “el tiempo perdido los santos lo lloran”. ¿Usted cree? Son ganas de no ser hombre, sino máquina. Como en la memorable escena de la película de Charles Chaplin, Tiempos modernos, todos estamos sometidos a la bárbara servidumbre de la máquina que nos obliga a repetir grotescamente los mismos gestos.

Luego viene, tras los ociosos y los activos, el grupo de los que no saben descansar, los que perdieron la capacidad de divertirse, sea porque buscan el descanso donde no está, sea porque desean un ocio clamoroso y costoso, pero los mayores gozos de la vida son gratuitos, sencillos y de formato reducido, tamaño credencial. Nada cuesta pasear en el campo, la amistad, la lectura, esa delicia perdida de la conversación, un rato celeste de música, la familia, el juego no comercializado, la expresión artística, un paisaje con río –“el río es una mejilla que se sonroja con los rayos del sol”, dicen Las mil y una noches-, o el éxtasis del mar, del mar “ondulante, rebosante y triunfante” que cantó Carlos Pellicer.

Es asombrosamente ejemplar que en pleno siglo XX -tecnicista y pragmático-, el Mahatma Gandhi haya combatido al Imperio Británico sentándose a hilar con una rueca; que los menonitas de Wisconsin rehúsen la luz eléctrica, que Lanza del Vasto proclame la necesidad de volver a lo elemental condenando la máquina que es capaz de destruir el universo y que la madre Teresa de Calcuta se presente ante los príncipes de este mundo con un sari de pobre y unas sandalias gastadas.

Publicado en El Sol de San Luis, 4 de agosto de 1990; El Sol de México, 9 de agosto de 1990.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 23 de abril de 2023 No. 1450

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