Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Diversas ciudades del mundo han erigido estatuas al soldado desconocido, cuyo nombre nadie supo ni en la vida ni en la muerte. Fue un hombre cualquiera tomado de esta abstracción platónica llamada pueblo, hombre sin rostro y sin historia que, al tiempo de que su nación peligraba, no dudó en tomar el fusil y arriesgar la vida, el mayor tesoro que tenemos, para caer despedazados tan lejos del hogar. No hubo un entierro ni un himno ni una medalla, salvo unas paletadas frías de tierra que acabaron por hacer más anónimo el anonimato.

¿Por qué no una estatua al ciudadano desconocido? Nuestra inclinación a la perversidad o nuestra mala fe nos hacen observadores exclusivos del mal, no vemos otro color sino el negro, no hay sino defectos en el hombre, poros en el mármol de las esculturas griegas y manchas en el dorado rehilete del sol.

Por otro lado, ciertos medios de comunicación social están empeñados en retocar de rojo la nota roja, en reseñar exclusivamente la parte oscura de la humanidad y en convertirse en distorsionadores de la realidad, como si el mundo fuera diluvio universal. ¿Noticias del día? Robos, asesinatos, infidelidades, corrupción. ¿Y la honradez, la bondad, la justicia, la comprensión del ciudadano desconocido? Toda esa buena gente de a pie que no tiene otra gloria sino la de cumplir su deber, ser honrada y leal un día y otro día. Es el obrero que en sus 20 años de trabajar en la fábrica jamás ha hurtado ni un alfiler. El buen compañero que no traiciona. La esposa dulcemente fiel. La viejita artrítica que es el paño de lágrimas de los vecinos. El oscuro burócrata que nunca ha defraudado. La secretaria bonita y pobre que resistió tanta insinuación. El periodista que prefirió decir la verdad y no su verdad. En verdad os digo, hay muchísima más gente buena, los malos son mucho menos y nadie es malo de tiempo completo. Solo que el bien es silencioso y el mal mete demasiado ruido.

El nombre de los buenos nunca saldrá en los periódicos, ni la televisión se ocupará de ellos. Son tan sencillamente buenos. No habrá medallas ni calles con su nombre, porque son los héroes desconocidos de la vida real.

Son millaradas de hombres y de mujeres escondidos y eficaces que, en este mundo perverso, viven con las manos limpias y el corazón fresco, como el fuego bajo las cenizas; nadie se pregunta quién da calor a la vida, pero son ellos los que no se cansan de ser ascuas encendidas. Gracias a los ciudadanos anónimos, a su débil fósforo en la mano, sigue habiendo luz en un mundo nocturno. Los pedestales son para los triunfadores; pero ¿quiénes hacen los pedestales y labran los triunfos sino los buenos ciudadanos anónimos?

El poeta y novelista francés Francis Jammes decía que hay personas como las pequeñas manzanas de anís; nadie las ve de tan insignificantes, pero invaden el ambiente con una inmensa ola de perfume.

Artículo publicado en El Sol de México, 18 de julio de 1991; El Sol de San Luis, 22 de julio de 1991.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de marzo de 2024 No. 1497

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