Por Arturo Zárate Ruiz

El Papa Francisco ha descrito la Iglesia como «un hospital de campaña».  Con ello nos recuerda que no acoge tanto a justos como a pecadores; que busca las ovejas perdidas, no las que permanecen en el rebaño.  En gran medida su frase es un jalón de orejas para cuando nos da por considerarnos puros, por pensar por un lado que somos tan buenos que hasta Dios mismo se oscurece con nuestra luz; por pensar, por otro lado, que ni se nos acerquen los pecadores —menos aun que se les ocurra entrar al templo—, pues nos pueden contaminar con sus perversiones, malicia, cochinadas, herejías y demás.

El caso es que todos nosotros ya estamos contaminados, ya estamos enfermos, ya estamos afectados por el pecado, aun los bebitos, por el pecado original.  Por tanto, ese hospital, que es la Iglesia, es también para nosotros, si no por otra razón, por la soberbia y la necedad de habernos considerado puros, sobre todo por no amar, por rechazar al hermano convaleciente y en peligro de muy próxima muerte eterna, como también nosotros de seguir con nuestras presunciones.

Bien que nos recuerde el Papa que la Iglesia es un lugar de acogida.  Pero su acogida no es de cualquier tipo.  Pues no es un corral de asilamiento para los infectados, para separarlos, para que no pongan en peligro a los “sanos”.  Es un hospital, es un centro de atención para los enfermos, es una institución para curar las más terribles dolencias.

En ese hospital debemos esperar que ocurran varias cosas:

Cuando se entra allí, se espera justamente que sean amables con nosotros, pero no tan “amables” que nos nieguen u oculten que estamos al menos “enfermitos”, dizque para no traumarnos.  Cualquier ingresado desea que le expliquen por qué está en ese lugar, es más, espera un diagnóstico.  El de la Iglesia debe denunciar, como lo hizo el profeta Jeremías, nuestros pecados con pelos y señales, que, si son pecados mortales, está en juego nuestra vida eterna. ¡Qué falta extrema de caridad sería el no avisarnos!

Allí se espera que el enfermo, nosotros, reconozcamos nuestros pecados.  Un enfermo que no se reconoce como tal no puede ser curado.  Su derrotero es entonces la muerte.

En un hospital se espera, también, un remedio.  En el principio de su ministerio, Jesús mismo prescribió el tratamiento: la conversión y la penitencia.  La Iglesia provee medicina para ello: la predicación de la Buena Nueva, la instrucción religiosa y, por supuesto, los sacramentos.  De ser yo, por ejemplo, un chismoso, debo procurar que la gracia de estos sacramentos me lleve a no curiosear, a no ser metiche, a mantenerme callado en lo que no me atañe, y siempre a amar.

Ahora bien, la gracia recibida no es magia.  Sí nos fortalece frente a las tentaciones, pero no nos las quita automáticamente.  De ser diabéticos, en un hospital nos ofrecen medicinas para controlar la glucosa en la sangre.  Pero éstas no borran de ningún modo nuestro no procesar bien la glucosa, ni son suficientes para poner a un lado una dieta baja en azúcares y carbohidratos.  En la Iglesia, como pecadores que somos, no basta dejar de pecar.  También requerimos evitar las ocasiones de pecado, por ejemplo, no basta no robar, se requiere además no acompañar a los ladrones en sus fechorías.

Notemos que la Iglesia no es cualquier hospital, es uno de campaña, es decir, de zona de guerra. Como nos lo recuerda Job, Militia est vita hominis super terram: hasta llegar a la Casa de Dios libraremos una guerra constante contra el pecado y el demonio.  De allí que los remedios muchas veces a nuestras dolencias serán, según instrucciones de nuestro director espiritual, no caricias, sino los durísimos que aplica un médico en pleno bombardeo aéreo, por ejemplo, ni siquiera mirar a los ojos a una mujer de ser terriblemente lujuriosos, o, de ser chismosos, olvidarse de la televisión y del Facebook que nos ponen pésimo ejemplo.  Aceptemos esto como penitencia.

Por supuesto, «la señal de los cristianos» sigue siendo «el amarse como hermanos».  Pero por ser precisamente hermanos no debemos olvidarnos de la corrección fraterna.  Sin ella corremos el peligro de la muerte eterna.

 

Imagen de fernando zhiminaicela en Pixabay


 

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