Por Arturo Zárate Ruiz

Downton Abbey es una serie inglesa, muy entretenida, que busca retratar una familia de “sangre azul”, y su servidumbre, en la segunda y tercera década del siglo XX. Un aspecto suyo, aunque menor, es recoger los prejuicios anticatólicos de la época, los cuales reflejan en gran medida los prejuicios protestantes que aun imperan: que los católicos hemos sustituido con “supercherías” la “fe pura” en Jesucristo.

Dwight Longenecker, quien fue anglicano y ahora es católico, duda sobre la pureza de fe de los protestantes.  Nota que con la fragmentación del protestantismo en múltiples denominaciones, esa “fe pura” supone una relación de cada individuo por separado con Cristo.  Pero Longenecker se pregunta: «¿Cómo se puede tener un “cristianismo esencial” sin una iglesia de algún tipo?… ¿es esta la experiencia central del cristianismo? No. Aunque la relación personal con Cristo es vital, no puede ser transmitida auténticamente a nadie fuera del ministerio de la Iglesia». Y agrega: «¿Por qué tener “mero” cuando puedes tener “más y más y más” cristianismo?… la justificación, los sacramentos, la autoridad, la Biblia, los santos o la Santísima Virgen María».

Dios ni nos creó ni nos sostiene a cada uno aparte. Lo hace uniéndonos: papá, mamá, nuestros hermanos, todo bautizado. Somos un «pueblo de reyes, una asamblea santa, un pueblo sacerdotal».  Somos el pueblo de Dios.  Somos la familia de Dios.  Somos su Iglesia.  Somos la comunión de los santos. Porque así Cristo lo ha querido, somos con María, José, Pedro, Juan, Santiago, María Magdalena y la multitud de ángeles y de bienaventurados que nos acompañan ahora y en la eternidad.  «Nadie se salva solo», advierte Benedicto XVI en Spe salvi.  Lo hacemos inscritos en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Somos nosotros quienes gozamos de Tradición y de Magisterio porque somos Iglesia. No leemos a solas, a capricho, las Escrituras.  Por ser su Iglesia, nos asiste unidos el Espíritu de Dios.

Ahora bien, aunque sabemos que la Iglesia es santa, algo que nos distingue a los católicos de muchos protestantes es que nosotros, mientras estamos en este mundo, por fe, esperamos ser salvos, ellos se consideran salvos tras simplemente decir que creen en Jesús.  Nosotros nos reconocemos todavía pecadores; ellos suelen sentirse automáticamente justos, sin necesidad de ir a confesarse, y, para probar que ya son buenos, suelen gloriarse en que no beben ni una gota de alcohol, es más, que son tan elegidos de Dios que son ricos. Tienen razón en que Jesús es Vida, pero nosotros sabemos también que es Camino, y ese Camino pasa por la purificante Cruz, la cual, tan les asusta a ellos que le quitan al Crucificado.

He allí que a los católicos no sólo nos anima la “sola fe”.  Nos anima también la esperanza cristiana, es más, el amor.  Benedicto XVI lo explica en Spe salvi: «Como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿Cómo puedo salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal».

Tal vez nuestra fe no sea “pura”, pero porque no se queda en la mera espiritualidad.  Nosotros creemos en Jesús encarnado, por ello también en los sacramentos, en especial en la eucaristía, no mero memorial, sino Jesús mismo, Pasión, Muerte y Resurrección, que se nos da como alimento para la vida eterna en cuerpo, sangre y divinidad.  Ésta quizá sea la mayor “superchería” que aborrecen los protestantes, quienes se conforman sólo con el bautismo, y muy disminuido, pues en ocasiones no lo ofrecen a los niños, y, en otras más, ni admiten, como los Testigos de Jehová, la divinidad de Cristo.

Nuestra fe, pues, no es “pura”, sino encarnada porque Cristo se nos da y permanece encarnado.  Por ello manifestamos nuestra fe de maneras también muy corpóreas: procesiones, fiestas, penitencias, y, al rezar, nuestros dedos acarician las cuentas del Rosario.

No agua pura, sino vino vigoroso se sirvió en Caná.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de abril de 2023 No. 1451

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