EDITORIAL

El Papa Francisco nos ha regalado una especie de actualización de su encíclica Laudato Sí’. Como en ese entonces, el pontífice no llama sólo a los católicos, sino a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que los hay por miles de millones en este mundo. Claro, a los católicos –como debe ser—nos carga la mano: somos doblemente responsables del cuidado del otro, en especial del más pobre. Y el cambio climático al que se refiere la exhortación apostólica Laudate Deum (“Alaben al Señor”) a los que pega con mayor violencia es a los pobres y a las criaturas que nos acompañan en el camino.

Dos son los motores sobre los cuales se edifica Laudate Deum: “todo está contectado” y “nadie se salva solo”. Lo que hago aquí repercute allá, y para salir de esta maraña necesito al de allá y a los de aquí. Parece de una sencillez extraordinaria, pero si meditamos un momento sabremos sinceramente que en muchas ocasiones nos importa un rábano lo que pase allá si no me afecta a mí. Y echamos un velo de oscuridad a nuestras acciones con el consabido pensamiento: “¿Y a ellos en qué les quita que yo desperdicie comida, agua, luz, gasolina, etcétera, si yo la pago?”

La exhortación de Francisco es un reclamo –con datos duros- a gobiernos, personas e influencers (incluyendo a muchos católicos) “negacionistas”. Ya no se puede tapar al sol con un dedo. Ya no hay lugar para esperanzas infundadas. Muchos procesos de deterioro son irreversibles. Lo único que podemos hacer es evitar sus consecuencias más dramáticas. Cierto: los cambios deben venir de las grandes potencias mundiales. Pero transformar el modo de vida de cada uno es indispensable para empezar desde abajo lo que debimos haber hecho desde siempre: cuidar la casa común de la cual, –dice el Levítico—no somos dueños, el dueño es Dios. Y nosotros “extranjeros y huespedes”.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de octubre de 2023 No. 1473

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