Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Las fiestas son ocasiones singulares para celebrar la amistad. Nos permite recordar los momentos festivos de nuestra niñez. Qué alegría el poder cantar y convivir, relatar anécdotas y el narrar historias. Se puede gustar la condición humana del amor, de la fraternidad y de la comunión.
En el corazón tenemos el anhelo de la fiesta; de la fiesta que lleva a la convivencia y a la expansión del alma.
Un banquete de bodas es la expresión singular de la alegría de unos novios por unir sus vidas en la alianza de comunión de corazones y de destino elegido para compartir mutuamente la propia historia entrelazada de amor, a la cual se suman los padres, los familiares y las amistades de uno y otro.
Es un verdadero acontecimiento familiar y social porque se inicia el caminar de una nueva familia.
Es fiesta de encuentro gozoso donde la convivialidad será su toque para este momento y para la historia.
Dios ha puesto en nuestro corazón ese anhelo de fiesta, porque él mismo nos ha creado para la alegría sin fin. Ha sido su proyecto de amor según el cual nos invita a su fiesta, -organizada por él mismo, sin límites, de alcance de vida, de gozo y de amor, infinitos.
El profeta Isaías nos habla de ella en términos de banquete: este será, diríamos, el festín propiamente mesiánico (cf Is 25, 6-10); será un ‘festín de majares suculentos’… donde ‘ya no existirá la muerte’… ‘enjugará las lágrimas de los rostros’.
En el Apocalipsis (19, 7; 21, 9 ss) se señalan las bodas del Cordero que es el Hijo del Padre.
El Cordero es el Hijo -Esposo por su entrega en la Cruz y realiza su Alianza con la Iglesia -Esposa; entrega que se actualiza en la Eucaristía como unión de alianza esponsalicia.
De manera eminente y plena se realizará en la gloria esta fiesta de Alianza nueva y eterna.
La fiesta de Dios seguirá adelante y no fracasará; algunos invitados rechazarán la invitación, como lo recuerda Jesús en el evangelio (cf Mt 22, 1-14); porque prefirieron lo más inmediato y urgente, sobre lo esencial e imprescindible. Se olvidaron de la primacía de lo sobrenatural, como lo enseña Maritain. Se deja lo necesario por lo contingente. Lejos del equilibrio que debe de existir entre lo principal y lo accesorio, aunque sea urgente.
Qué pena el ser excluido de la fiesta de Dios por rechazar la invitación o por no tener el vestido de fiesta, que es el respeto a la dignidad humana propia embellecida por la gracia de Dios que es su caricia amorosa.
Qué pena que para muchos su mirada sea miope y que solo busquen el tener más, la capacidad de comprar más en la barbarie del tener cuyo horizonte termine en la inmediatez del ‘ego’. Esta vida, así vivida, es verdaderamente miserable, verdaderamente alienada, carente de la dimensión del espíritu, carentes de la capacidad de amar.
Qué pena que se tenga de Dios una idea caricaturesca, falseada por los intelectuales pagados de sí mismos.
La fiesta empieza ya en la alegría de creer, en el gozo de la fe como adhesión plena a Jesucristo muerto y resucitado, lejos de moralinas y posturas teóricas anquilosadas en la propia seguridad.
Se empieza a ser feliz cundo se acepta la invitación a la Fiesta del Rey-Mesías, el Hijo del Padre, ya desde ahora en el tiempo, para culminar en la eternidad.
El anticipo de la fiesta eterna de Dios y verdadero festín es la Eucaristía en el tiempo: comunión con Cristo inmolado y glorificado; vivir por él, en él y con él. Dios en Cristo Jesús es el Banquete, Dios en Cristo Jesús es la Fiesta.