Editorial

En tiempos de cambio climático, de catástrofes producidas por el afán excesivo de riqueza y por la ignorancia culpable de que no hay tuyo y mío sino de nosotros, hablar de huracanes no es simpático. Sin embargo, en este número de El Observador, dedicamos un espacio, aunque mínimo, al “huracán de gloria” (Pío XI) que fue Teresa del Niño Jesús y la Santa Faz, la pequeña Teresita de Lisieux cuya memoria se celebra hoy domingo 1 de octubre.

Desde que murió (30 de septiembre de 1897) sus vientos no han dejado de pegar en las mejillas de la humanidad. Desgraciadamente, de cara a la “santa más grande de los tiempos modernos (San Pío X),”, los hombres hemos construido refugios, verdaderos bunkers, para protegernos de su “caminito espiritual”, de ese sendero estrecho e incómodo que conduce a la salvación por la confianza.

Este “huracán” lejos de ser domesticable se convierte (a poco que lo miremos con los ojos del corazón) en un vendaval que arremete contra las cosas del hombre viejo. Las seguridades, los apegos, especialmente el apego a sí mismo que traemos colgado a nuestro ser como una rémora que nos imposibilita crecer en el amor.

La salvación por la confianza, esa que le enseña Teresita al abate Maurice Bélliere, aspirante a misionero, en las diez cartas que le escribe entre 1896 y 1897, tiene un solo ingrediente: el olvido de sí, la entrega sin certezas a los brazos amorosos de Jesús.

Quien lee distraído Historia de un alma, encuentra una monjita dulzona. ¡Error garrafal! Ella pasó por la noche de la nada. En el centro de la tiniebla, azorada por haberse “sentado a la mesa de los ateos”, se aferró a la Cruz como náufrago en la tormenta. Su valor fue indecible. Su confianza nos descoloca como lo haría un huracán categoría 5 en la escala Safir-Simpson. Paradójicamente, Teresita es un ventarrón que sabe a gloria.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de octubre de 2023 No. 1473

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