Por Arturo Zárate Ruiz
Las guerras son horribles. El profeta Nahum las retrata así: «¡Chasquido de látigos, estrépito de ruedas, galope de caballos, rodar de carros, carga de caballería, centelleo de espadas, relampagueo de lanzas! ¡Multitud de víctimas, cuerpos a montones, cadáveres por todas partes! ¡Se tropiezan con los cadáveres!» Es más, las guerras las describe el salmista como una rebelión contra Dios: «¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos hacen vanos proyectos? Los reyes de la tierra se sublevan, y los príncipes conspiran contra el Señor». No por nada se identifica al primer jinete del Apocalipsis con la guerra misma, que le siguen el hambre, la peste y la muerte.
Con todo, en ocasiones, Dios no sólo las ha admitido, también las ha convocado. En Isaías leemos: «“Yo he dado órdenes a mis Santos, a mis guerreros alegres y gloriosos” … es Yavé de los Ejércitos, que pasa revista al ejército dispuesto para la guerra». Como el emperador no salió en defensa de Roma frente el agresor Atila, el papa León Magno se le enfrentó, aunque sin más arma que su santidad. Lo hizo un milenio después Julio II contra quienes también querían destruirla, pero él esta vez empuñando la espada. La guardia pontificia, los suizos, décadas después no evitaron el saqueo de la ciudad, pero sí salvaron la vida del papa Clemente VII. San Pío V convocó una Cruzada para detener el avance de los turcos que amenazaban con esclavizar Europa: los defensores triunfaron en la mayor batalla naval de toda la historia, la de Lepanto.
Y no es que Dios no quiera la paz. Sí la quiere, pero no la de los sepulcros. La verdadera paz, nos recuerda san Agustín de Hipona, consiste en la tranquilidad que sigue a la vigencia de la justicia. Y en ocasiones, hay que pelear para conseguirla. De hecho, pelear no es mera opción sino obligación, por ejemplo, cuando debemos proteger a nuestros hijos de agresiones. De peligrar sus vidas y no haber otras opciones, debemos, en defensa de ellos, matar al atacante. La ley y la Iglesia misma reconocen la legítima defensa.
La Iglesia reconoce además la posibilidad de una guerra justa. Leemos en el Catecismo: «mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa».
Para ello, nos dice, se deben cumplir ciertas condiciones. Las más importantes son las siguientes: que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o ineficaces; que se reúnan las condiciones serias de éxito; que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El Catecismo remarca: «Estos son los elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la “guerra justa”».
La Iglesia advierte también de otros aspectos de la guerra, como que la objeción de conciencia para no tomar las armas no se convierta en excusa para no servir de ningún otro modo a la defensa de la patria, como no promover las guerras para preservar el gran negocio del comercio de armas, la obligación de respetar a la población no combatiente, el trato humanitario a los heridos y desplazados, la absoluta malicia de las armas de destrucción masiva, especialmente las atómicas cuyo uso destruiría por completo el planeta, y, entre otros asuntos, el convertir el conflicto en pretexto para exterminar pueblos enteros: a eso se le llamaría genocidio.
San Bernardo de Claraval añadiría una condición más: que se tomen las armas por amor a tu patria, no por odio al enemigo; es más, al mismo enemigo lo debes amar como ordena Jesús.
Revisando estas condiciones, es difícil pensar como posible una guerra “justa”. Por ello, procuremos evitarlas. Que nuestra esperanza mejor sea la de Isaías: «Harán arados de sus espadas y sacarán hoces de sus lanzas. Una nación no levantará la espada contra otra y no se adiestrarán para la guerra». Que Dios nos conceda su Paz.
Imagen de Dan Urban en Pixabay