Por Mauricio Sanders

Ya sabemos hasta el cansancio que México está plagado de problemas. ¿Qué hacer para que no se nos quiten las ganas de afrontarlos y mejor irnos a embriagar de tristeza a Garibaldi? Lo único que podemos hacer es pararnos firmes con los dos pies sobre aquello que sí funciona y ha funcionado bastante bien por un buen tiempo. Me explico con un ejemplo. Por lo menos desde 1930, los mexicanos hemos sabido recibir inmigrantes de habla española que, en este país, encuentran solaz para el dolor de expatriarse y se naturalizan, aportando innumerables beneficios a su tierra adoptiva.

Entre estos inmigrantes están, por supuesto, los refugiados de la Guerra Civil española que recibió el gobierno de Lázaro Cárdenas. Pero ellos no son los únicos españoles que han venido para acá, aunque son los que más se cacarean. También está el titipuchal anónimo de asturianos, catalanes, vascos, etcétera, que vino cuando España era una ruina económica. Acá prosperaron esos españoles. Acá arraigaron. Ellos no son los únicos. También están los chilenos y los argentinos que, habiendo llegado en números menos crecidos, han dejado obras perdurables y cuantiosa descendencia.

La condición mestiza

Este fenómeno se debe a que, en el chip nacional, no está grabada la xenofobia. Los mexicanos, aunque nos da muina cuando, tres generaciones después, los descendientes de inmigrantes siguen ceceando, entendemos desde el inconsciente colectivo que somos una mezcla de razas humanas al menos tan barroca como el mole poblano. La naturalidad con que vivimos nuestra condición mestiza se ha transmitido hasta la legislación migratoria, que simplifica los trámites de naturalización para los fuereños que arriban desde países donde se habla español y con los cuales compartimos costumbres e historia.

Quizá esa naturalidad sea una de las pocas cosas que funcionan muy bien en este país. Sin embargo, es una cosa muy grande y buena, sobre la cual nos podemos parar con firmeza. Los mexicanos podemos hacernos fuertes con lo contentos que se sienten muchos profesionistas solteros de Venezuela que se han venido a vivir para acá. Acá han encontrado trabajo o abierto sus negocios y han contratado sus hipotecas para comprarse un departamento. Algunos ya hasta tienen su pasaporte mexicano y, como tienen sangre ligera, se ríen con buen humor cuando les siguen echando carrilla porque todavía hablan chistoso, a pesar de su pasaporte.

Política y buena voluntad

Que acá esos venezolanos se sientan bienvenidos a nosotros nos muestra nuestra mejor cara, como pueblo, pero también como Estado-nación. Sin embargo, ahora, como tantas veces en nuestra historia, parece que coge fuerza la tendencia a ir en contra de las tradiciones autóctonas, para copiarle a los gringos lo peor de Estados Unidos. Por supuesto que los servicios públicos ya están muy exigidos. Por supuesto que algunos venezolanos nada más vienen de paso para irse al Otro Lado. Por supuesto que también vienen flojos y pillos. Pero quizá éste sea momento para recordar quiénes somos y lo que hemos hecho.

En veinticinco años, los hijos y nietos mexicanos de los venezolanos que están llegando para quedarse nos ayudarán a estar ciertos de que de que, si bien los problemas comunes se resuelven con políticas públicas, las políticas atinadas se diseñan a partir de la buena voluntad, la sabiduría popular, el sentido común y la memoria histórica. Esos mexicanos nos ayudarán a estar conscientes de que esta patria, con todos sus problemas, también es generosa y liberal. Sabiendo eso, no habrá por qué irse a cantar rancheras de ardido a Garibaldi.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de diciembre de 2023 No. 1482

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