Por P. Alejandro Cortés González-Báez

En el aspecto religioso podemos observar que quienes se declaran liberales suelen ver a la Iglesia como un opresor; a los ministros como enemigos, y a Dios como el principal dictador, ya que parten de la idea de que cada persona tiene su propia verdad o -para no ser tan drásticos- su propio menú de verdades, y nada, ni nadie, tiene derecho a intervenir en el ámbito de libre albedrío. Esta idea contradice la experiencia diaria en todos los órdenes, pues quien desee liberarse de las influencias de los demás tendría que mudarse a Júpiter.

Sin embargo, son muy pocos los que se han percatado de un dato de enormes consecuencias: Dios es liberal. Por supuesto, y el más pertinaz de los liberales. Para empezar hemos de reconocer que Dios es libre. Si creó el universo es porque quiso, no por obligación. Si nos salvó es porque le dio la gana, y si nos quiso libres a nosotros es por el mismo motivo. Por ello, Dios es el inventor de la libertad.

Así pues, respeta ese don como nadie, incluso hasta cuando el mal uso de esta capacidad nos pueda llevar a la separación eterna de Él mismo -que en eso consiste lo más penoso de la condenación- ya que el uso de la libertad siempre tiene sus consecuencias.

Cuando la usamos bien nos trae la felicidad en esta vida y en la postrera, y cuando la usamos mal; la incapacidad de ver a ese Dios que nos ha dado la existencia.

La mayoría de los filtros con los que nos protegemos de las influencias externas, están confeccionados con una fibra de teflón muy resistente llamada “prejuicios”.

La doctrina católica pone a los fieles en condiciones de usar su libertad con una mayor madurez, por ejemplo, en temas políticos, a fin de colaborar en la búsqueda del auténtico bien común, ya que contando con la luz de la fe se les permite juzgar con más claridad las propuestas de los diversos partidos descubriendo, cuando sea el caso, sus aciertos y errores. Por poner un ejemplo concreto: Resulta evidente que una libertad que permita exterminar a seres humanos inocentes es un abuso gravemente injusto. Este es el caso de las leyes que permiten el aborto. Por eso, en conciencia, no es coherente favorecer tales planteamientos.

La Iglesia tiene el derecho, y el deber, de pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando lo exija la ley moral natural, pues la vida democrática tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional en la vida social, ¡no son negociables!

No perdamos de vista que el verdadero cristianismo no se puede entender sin la correcta valoración y el adecuado ejercicio de la libertad. La religión en vez de limitar la libertad le da un valor agregado; la proyecta y eleva como condición necesaria para merecer, y por si fuera poco, como aquello que pone al ser humano en condiciones de amar. Por algo Jesús dijo: “La verdad os hará libres”.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de enero de 2024 No. 1488

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