Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Nuestro tiempo está determinado principalmente por la acción. Se valora la eficiencia y el tiempo mismo está dominado por el comercio, ‘el tiempo es dinero’. Por eso vivimos en la sociedad del cansancio y de la evasión. La contemplación no tiene sentido. ‘(…) la absolutización de la acción humana podría ser la responsable de las catástrofes…’, según Byun Chul Han (cf Vida Contemplativa). Esta postura puede deshumanizarnos y llevarnos a ser, un engranaje funcional cosificado.

Los Magos guiados por la Estrella (cf Mt 2, 1-12), los conduce a la Luz de Dios que asume la condición de un Bebé, quien es ‘la Luz de las naciones y gloria de Israel’ (cf Lc 2, 32).

La presencia del Niño, los ilumina. La presencia del Niño hoy y siempre nos ilumina para caminar siempre en su luz, percibiendo su gloria que le corresponde como Unigénito del Padre, aunque haya algunos que prefieren las tinieblas a la luz, porque sus obras son malas (cf Jn 3, 19).

Esta Luz que apareció en la Navidad, ahora es Epifanía, es decir, se manifiesta, a todas las naciones en la persona de los Magos; esta Luz es el amor de Dios revelado en la Persona encarnada del Verbo de Dios.

Como los Magos, ponernos en camino sin dilación, buscar para encontrar y contemplar; contemplación que nos lleva a la adoración. Decía Teilhar de Chardin que el hombre será más hombre si adora.

Contemplación silenciosa que nos lleva a la admiración amorosa.

En nuestros tiempos tan confusos y de tanta basura informativa que con frecuencia tergiversa la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia, sobre el Papa, nos convendría ‘dar razón de nuestra esperanza’ con un estudio teológico, ponderado y reflexivo sobre el misterio de Cristo. Acercarnos a grandes autores que nos pueden ilustras satisfactoriamente como ‘Jesús el Señor’, de Ángelo Amato (Ed BAC); ‘Señor y Cristo’ de José Antonio Sayés (Ed Palabra ); ‘El Misterio de Jesucristo’, de Fernando Ocariz, y varios (Ed Eunsa), por señalar algunos.

Este estudio de Cristología, no es suficiente. De lo teórico y reflexivo, hemos de pasar a lo contemplativo, por medio de la oración que conlleva un proceso, para que por la gracia del Espíritu Santo, el Señor se manifieste en nuestro interior, en un proceso también de remover obstáculos, como el pecado mortal, el pecado venial, los apegos.

Para este paso, necesitamos ‘la determinación determinada’ de hacer oración como lo propone Santa Teresa; sus obras son una gran guía, como ‘Las Moradas’; San Juan de la Cruz con su ‘Subida al Monte Carmelo’ y tantos otros maestros de la vida interior.

Podríamos empezar con el Catecismo de la Iglesia Católica que nos señala lo que hemos de creer en la primera parte; en la segunda lo que creemos es lo que celebramos, en referencia a la Liturgia; lo que celebramos es lo que vivimos, en relación a los Mandamientos; lo que creemos, celebramos y vivimos, es lo que tenemos que orar. Así en esta cuarta parte nos encontramos con un tratado sobre la vida de oración centrado en ‘el Padre Nuestro’. Éste es síntesis del Evangelio; lo rezamos de arriba para abajo, como si estuviéramos en una escalera; y lo vivimos de abajo hacia arriba, subiendo: ‘líbranos del mal, no nos dejes caer en tentación, perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, danos el pan de cada día, hágase tu voluntad (…)’. Cuando estamos conscientes y decididos a cumplir la voluntad de Dios, se empieza seriamente la santidad.

Así podríamos hacer nuestro un dicho de san Buenaventura, palabras más palabras menos: la oración sin la ciencia (teológica), se desvía; la ciencia sin la oración lleva a la soberbia; la oración y la ciencia, edifican.

Más allá de la acción demos tiempo a la contemplación.

María Santísima con el Niño Jesús en brazos, sean nuestro principio de epifanía, con una gran apertura de corazón a la gracia actuante del Espíritu Santo, con una adhesión firme y constante a la Palabra del Hijo, Luz del mundo, meta final de la historia.

Lejos de los altaneros, infantes marchitos por las teorías adultas que ciegan su visión de Dios, porque Dios es Niño; se esconde en el vuelo del águila, juega con el crepúsculo, salta en la aurora, nos hace señas con las flores y las estrellas. Duerme a la vera, acurrucado en nuestro pecho. Pero, sobre todo, está silencioso en la Santa Eucaristía, prolongando en este sacramento admirable, su presencia, epifanía constante.

 

Imagen de Francisco Xavier Franco en Cathopic


 

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