Por Arturo Zárate Ruiz
No minusvaloro la educación escolar, menos aún los altos estudios universitarios. De hecho, los recomiendo. Éstos se requieren para poder ejercer no pocas profesiones, como las de abogado, médico, químico-fármaco-biólogo.
Pero la sabiduría ordinaria no la debemos desdeñar. De hacerlo, podría suceder lo que lamentó el padre Isla en 1758:
«Pareciole a usted ser conveniente que se llamasen sabios los que sabían ciertas materias, que fuesen tenidos por ignorantes los que las ignoraban, aunque supiesen otras artes quizá más útiles, o a lo menos tanto, para la vida humana. Pues saliose usted con ello. En todo el mundo el teólogo, el canonista, el legista, el filósofo, el médico, el matemático, el crítico, en una palabra, el hombre de letras, es tenido por sabio; y el labrador, el carpintero, el albañil y el herrero son reputados por ignorantes. A los primeros se les habla con el sombrero en la mano, y se les trata con respeto; a los segundos se les oye o se les manda con la gorra calada, y se les trata de tú. Esto, ¿por qué? Porque así lo ha querido el público».
Randall Smith corrige: la sabiduría ordinaria es superior. Nos previene contra sobrevalorar, por ejemplo, a los cerebritos de las mejores universidades norteamericanas:
«La razón por la que digo que estos estudiantes no son “los mejores y más brillantes” de Estados Unidos es porque son niños en la escuela. Los “mejores y más brillantes” de Estados Unidos están en el mundo trabajando, sirviendo, cuidando a sus familias, construyendo cosas, inventando cosas y todo lo demás».
«Por lo tanto, probablemente sería mejor que le dijésemos a los jóvenes —y con esto me refiero especialmente a los jóvenes que tienen el privilegio de una educación universitaria— que no son “los mejores ni los más brillantes”. Ese honor es algo que tendrán que ganarse en el mundo, preocupándose por los demás, haciendo cosas de valor y sirviendo a Dios y al prójimo».
En este tenor, André Baruca y Pierre Grelot explican:
«El sabio por excelencia es el experto en el arte de bien vivir. Lanza al mundo que le rodea una mirada lúcida y sin ilusión; conoce sus taras, lo cual no quiere decir que las apruebe (Prov 13,7; Eclo 13,21ss). Como psicólogo que es, sabe lo que se oculta en el corazón humano, lo que es para él causa de gozo o de pena (Prov 13,12; 14,13; Ecl 7,2-6). Pero no se confina en este papel de observador. Educador nato, traza reglas para sus discípulos: prudencia, moderación en los deseos, trabajo, humildad, ponderación, mesura, lealtad de lenguaje, etc. Toda la moral del Decálogo está contenida en estos consejos prácticos. El sentido social del Deuteronomio y de los profetas le inspira recomendaciones sobre la limosna (Eclo 7,32ss; Tob 4,7-11), el respeto de la justicia (Prov 11,1; 17,15), el amor de los pobres (Prov 14,31; 17,5; Eclo 4,1-10). Para apoyar sus pareceres recurre siempre que puede a la experiencia, sobre todo de los ancianos; pero su inspiración profunda le viene de algo más alto que la experiencia. Habiendo adquirido la sabiduría a costa de rudos esfuerzos, nada desea tanto como transmitirla a los otros (Eclo 51,13-20), e invita a sus discípulos a emprender con ánimo su difícil aprendizaje (Eclo 6,18-37)».
No olvidan notar que la sabiduría perfecta es la que viene de Dios:
«La revelación de la verdadera sabiduría se hace, pues, en forma paradójica. No se otorga a los sabios y a los prudentes, sino a los pequeños (Mt 11,25): para confundir a los sabios orgullosos escogió Dios a lo que había de loco en este mundo (1Cor 1,27)».
«Por consiguiente, hay que volverse loco a los ojos del mundo para hacerse sabio según Dios (3,18). Porque la sabiduría cristiana no se adquiere en modo alguno por el esfuerzo humano, sino por revelación del Padre (Mt 11,25ss). Es en sí misma cosa divina, misteriosa y oculta, imposible de sondear por la inteligencia humana (1Cor 2,7ss; Rom 11,33ss; Col 2,3). Manifestada por la realización histórica de la salvación (Ef 3,10), sólo puede ser comunicada por el Espíritu de Dios a los hombres que le son dóciles (1Cor 2,10-16; 12,8; Ef 1,17)».
Jesús, el más Sabio, no fue a universidades. Creció en sabiduría gracias al ejemplo de José, un carpintero, y de María, un ama de casa, y, sí, por su obediencia a Dios Padre.