Por Arturo Zárate Ruiz

En muchos medios de comunicación se da un anti-catolicismo oculto; y también no pocas veces uno muy obvio. Por ejemplo, en la serie policiaca Bones, una prominente científica atea (que por científica “debemos” creerle) le dice lo siguiente a un católico de cafetería (aunque se santigüe de vez en cuando, quebranta el 6º mandamiento como cualquier otro personaje de cualesquier series):

«Dios es parecido al Sepulturero [un asesino serial]. Él establece las reglas. No se pueden cuestionar o negociar, así que podemos pensar que no le interesa cómo hacerlo mientras hagas lo que Él dice. Si hace algunos sacrificios, serás libre. Si no, te vas al Infierno».

Este Dios tal vez sea el de los musulmanes, un Dios a quien hay que obedecer sin intentar entenderlo, pues es absolutamente trascendente, y pura Majestad. De tal modo que si, en nombre suyo, el imam te ordena tener muchas esposas y hacer tu antojo con ellas; hacer la guerra, es más, el terrorismo contra los “infieles”; o, una vez muriendo tras cumplir al pie de la letra la sharía, fincar tu esperanza en un “cielo” que consiste no en ver el rostro de Dios (¿cómo, si es del todo trascendente?) sino en tener un harén con muchos eunucos y mujeres a tu disposición, ni se te ocurra pedir que te expliquen qué quiere decir eso. Nuestra respuesta debe ser obediencia inmediata, nada de preguntarte, como aun lo hizo la Virgen, ¿qué querrá decir eso?, pues lo que se te ordene está fuera de cualquier entendimiento tuyo por la misma trascendencia de Dios.

Aunque también trascendente, el Dios de los cristianos no es caprichoso: Él es la Sabiduría misma. Es más, su sabiduría se refleja y se manifiesta en su Creación, inclusive en nosotros, los hombres. Al contemplar nuestras manos no sólo descubrimos un diseño asombroso, también vemos que han sido hechas para trabajar y acariciar; la mente, para conocer y contribuir en Su Obra; el corazón para amarlo y amar a nuestros hermanos.

Nada de esto es capricho, como tampoco lo son sus mandamientos, sus reglas. Éstas reflejan la esencia de Dios, quien es Amor; son un mapa que nos conduce a crecer y gozar del bien.

No sólo no debemos robar porque lo arrebatado no nos pertenece; tampoco lo debemos hacer porque permaneceríamos tullidos, ignorantes, ineptos en la oportunidad de aprender a producir y conseguir lo que nos corresponde por nosotros mismos. No debemos ni siquiera codiciar lo ajeno porque con ello sólo conseguiríamos que se nos pudra el corazón. Y nada de relaciones extramatrimoniales, como lo ordena el 6º Mandamiento: los lazos de una familia serían entonces fragilísimos; la relación entre esposos, sin ningún respeto; la atención debida a los hijos, destruida; el verdadero amor, inexistente; la soledad y la más profunda tristeza, la consecuencia, y aun la mera sensualidad, perdida, pues, lo confirman las estadísticas, sólo entre esposos fieles es rica y frecuente, en vez de algo esporádico, propio de encuentros furtivos y decadentes.

Tan no caprichoso es el Dios de nuestra fe, y los mandamientos que de Él recibimos, que el primer Papa, san Pedro, con toda la confianza nos ordenó a todos los cristianos el dar razón de nuestra esperanza.

¿Pero qué razón puede dar un ateo si carece, viéndolo bien, de esperanza? La suya es el carpe diem, el disfruta este día porque, de morir —lo que puede ocurrir en cualquier momento—, ya no habrá ningún mañana. ¿Para qué obedecer, no hablemos las reglas de Dios —a Quien él niega tontamente, pues él puede saber de su existencia por vía de la razón—, para qué obedecer aun las reglas humanas si el respeto a ellas no le trae satisfacción inmediata y en cualquier minuto todo se acabaría, y no conseguiría, una vez muerto, nada de nada?

Al menos un musulmán espera conseguir un harén. Nosotros los cristianos esperamos haber crecido en el bien para desposarnos eternamente con el Amor.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de febrero de 2023 No. 1439

Por favor, síguenos y comparte: