Por Rebeca Reynaud
Cada cuaresma es especial, diferente a otros años. Hay que vivirla con una unción especial y con gran unión a nuestro Señor Jesucristo y a la Santísima Virgen. Todo un Dios necesita el consuelo de sus hijos. Reparar por la dolorosa falta de amor de los hombres al Creador. Es tiempo de vivir la Comunión de los santos, tan acorde con la doctrina de la Divina Voluntad. Es tiempo de estar en silencio, atentos a las mociones del Espíritu Santo.
¡Qué pocos se dan cuenta del amor que Dios tiene a la humanidad, y su amor por cada uno de nosotros en particular! ¡Qué difícil es mantener la fe y la esperanza cuando las cosas no son como deberían ser! Si viéramos a Dios clavado en la Cruz, empapado de sangre, oyendo blasfemias de los que pasan, y escuchando de Jesús: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”, ¿no se nos moverían las entrañas? Él nos mira y nos dice: “Estás conmigo en el Tabor y, a veces, por el camino del Calvario, o en la cruz crucificados, y Yo estoy a tu lado dándote las últimas fuerzas que me quedan, son las fuerzas de un Dios-Hombre crucificado que es Amor, y el Amor es entrega sin pensar en nada más”.
Y nosotros acudimos a la Virgen para recogernos en sus brazos, y, al calor de su corazón, tratamos de unirnos a su dolor y a su oración, pidiendo por la salvación nuestra y la de los demás, la de hombres de países lejanos que aún no conocen a Dios.
Nadie se salva solo, porque estamos todos en la misma barca, en medio de las tempestades; pero sobre todo nadie se salva sin Dios. Sólo Él nos concede vencer las oscuras aguas de la muerte.
El Papa Francisco nos recuerda que “la Cuaresma es tiempo favorable para volver a lo esencial” (2023), a lo verdaderamente importante; y explica que la fe no nos exime de las tribulaciones de la vida, pero nos permite atravesarlas unidos a Dios, y el Señor no defrauda.
No nos cansemos de extirpar el mal de nuestra vida, con el ayuno y la confesión de nuestros pecados. No nos cansemos de luchar contra nuestro egoísmo. Si no desfallecemos, a su tiempo cosecharemos. Podemos caer, ciertamente, pero la mano de nuestro Padre Dios nos vuelve a levantar. “Dios es rico en perdón” (Is 55,7)
Los 40 días de cuaresma deben servir para meternos en nuestro interior y descubrir lo que no sabemos de nosotros, podemos así conocer las heridas que llevamos, nuestra debilidad y la necesidad que tenemos de la fortaleza de Dios. Dios tiene una palabra para cada uno de nosotros, pero a veces no lo oímos por falta de recogimiento. Esta cuaresma podemos darle a Dios tiempo de oración. Podemos leer, en el Catecismo de la Iglesia, lo relativo a la oración.
En nuestra vida pueden presentarse “vacíos de amor”, como cuando las reacciones de soberbia o de sensualidad toman la delantera, o bien, detalles de pereza, juicios despectivos, omisión de los deberes de piedad, querer ser el centro de atención o de mando, reacciones de envidia o de malquerencia, faltas de caridad y de generosidad, imprudencias y pérdidas de tiempo, amor desmedido al dinero o al poder, cosas no perdonadas o no haber pedido perdón… Todo ello me echa por tierra, lejos del Calvario que Dios me ha trazado, comentaba Benedicto XVI.
El hombre puede controlar sus respuestas si controla sus estímulos (bebidas, películas, lecturas). La sociedad está poco motivada para rechazar esto porque piensa que nada le afecta. Y la realidad nos muestra que cuando el hombre tiene todo –en el sentido material-, se olvida de Dios. Las carencias son las que muchas veces le hacen orar.
Las dos formas originarias de la templanza son la moderación y la castidad. Resumiendo, son formas de destemplanza la lujuria, el desenfreno, la soberbia y la cólera. Y son formas de templanza la castidad, la sobriedad, la humildad y la mansedumbre. Como demuestra la historia de las herejías, de cómo se entienda la templanza, dependerá la postura que se adopte respecto de la creación y del mundo exterior.
El Señor hace exégesis de la frase que le dice al joven rico: “Ve, vende lo que tienes y sígueme”. Su petición sobre la pobreza contiene también otro significado, pues hay una riqueza más grande que el oro –y por tanto más apreciada-, se trata de la riqueza intelectual, el propio pensamiento. Su renuncia tiene un valor diferente a los ojos de Dios. Todos los pensamientos buenos que nacen en nosotros vienen del Cielo, por eso es justo que digamos “este pensamiento no es mío”. Pero las riquezas que Dios nos da han de ser para el disfrute de todos.
El Santo Cura de Ars decía: “El amor a Dios es un sabor anticipado del cielo: si supiéramos probarlo, qué felices seríamos. ¡Lo que hace desgraciado es no amar a Dios!”.
Jesús nos dice a cada uno: A esta hora he venido para amarte hasta el extremo.
Imagen de Prierlechapelet en Pixabay