Por Mauricio Sanders

Tuve un sueño. En ese sueño, los habitantes de México amaban la libertad. Para ellos, el país era el conjunto de las personas que lo conforman, no un ser por encima de esas personas. Aunque se sentían orgullosos de compartir costumbres y tradiciones con sus compatriotas, no veían en el Estado un Poder superior. Para los mexicanos de mi sueño, el gobierno no es un amo para servirlo, ni un dios para adorarlo.

Las mujeres y los varones, los ancianos y los jóvenes del sueño que soñé sabían que el gobierno es un instrumento necesario para ejercer y salvaguardar la libertad. Pero también sabían que ese instrumento amenaza la libertad, pues concentra el poder en manos de unos cuantos. Para prevenir que miles limiten a millones, hay que reducir al mínimo estrictamente necesario las funciones del gobierno, que se constituye y actúa por coacción.

El gobierno debe preservar la ley y el orden, hacer valer los contratos entre particulares y fomentar la libertad económica y la libre concurrencia a los mercados, pues de la iniciativa personal y la cooperación voluntaria surge la riqueza de una nación. Pero el gobierno debe acabar donde empiezan las asociaciones y comunidades de hombres libres: familias, pueblos, iglesias, negocios, empresas, sindicatos, filantropías, clubes…

Los mexicanos con quienes soñé no se preguntaban qué le pueden sacar al Estado. En cambio, se preguntaban qué es lo que ellos y sus semejantes pueden lograr por sí mismos, unidos libremente de mil formas diferentes, tradicionales y modernas, naturales y artificiales. La pregunta de esos varones y mujeres, de esos ancianos y jóvenes es: “¿Cómo podemos utilizar al gobierno para beneficio común, sin permitir que se convierta en un monstruo?”

Los mexicanos de mi sueño soñaban con defender su libertad para creer, para pensar, para expresarse en palabras y en obras. Soñaban con defenderla frente a cualquier enemigo, incluso el Estado. Por eso, soñé que soñaban con dispersar su poder, sabiendo que, para impedir al gobierno central convertirse en monstruo de pesadilla, es mejor que su poder esté disperso, para que la gente lo pueda vigilar. Que el gobierno tenga poder político. Pero que no tenga el poder económico ni tenga el poder intelectual y moral.

No es sólo por defender su libertad es que los mexicanos de mi sueño soñaban con limitar y dispersar el gobierno. Lo hacían por conveniencia. Los logros de la humanidad se deben al genio individual, a opiniones minoritarias, a un clima social que permite la diversidad. No es por decreto gubernamental que se ensanchan las fronteras del conocimiento. Si la civilización avanza, lo hace a pesar del gobierno centralizado, no gracias a la concentración de poder en el Estado.

El liberalismo es un movimiento intelectual que se desarrolló a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Postula que la libertad de las personas es el objetivo fundamental de una sociedad. Por eso, en cuestiones económicas defiende el libre mercado dentro de un país y el libre comercio entre países. Así, los hombres pueden actuar según su esfuerzo, su talento y su suerte, vinculándose unos a otros por voluntad propia. En lo político, el liberalismo defiende la democracia representativa y las instituciones parlamentarias, pues reducen el poder del Estado.

En el sueño que soñé, los mexicanos soñaban en mover la fuerza de las ideas en favor de una patria de hombres libres. Después de haber soñado, desperté…

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de enero de 2024 No. 1490

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