Presentamos un texto original de monseñor Mario De Gasperín sobre las actuales condiciones de violencia que imperan en México y, al mismo tiempo, cómo los católicos podemos encontrar sentido en la Palabra de Dios no solamente para enfrentar los tiempos duros que nos han tocado vivir, sino para transformarlos en Cristo, es decir, en el amor que salva.
I. UBICACIÓN
- “Que en Cristo, Nuestra Paz, México tenga vida digna” fue el título de un amplio documento que los obispos de México ofrecimos a los fieles católicos, y a los que quisieran oírnos, sobre el problema, entonces agravándose, de la violencia en nuestro país. El estudio implicó la escucha de especialistas de la política y de agentes de la pastoral, en diálogo abierto y sincero. Fue un documento iluminador que cada uno de los obispos difundió en sus respectivas diócesis, que propició una oración constante del pueblo católico por la paz. Nadie como los católicos oramos y tomamos a pecho la tarea cotidiana por la paz. Es de lamentar que quienes por oficio y profesión deberían propiciarla, no hayan tenido la capacidad de hacerlo, y nos hagan dudar de su intención en promoverla. También existe la sordera espiritual: “El que tenga oídos para oír, que oiga”, solía repetir Jesús.
II. MIRADA GLOBAL
- El crecimiento de la violencia es sorprendente, tanto por su amplitud en todo el territorio nacional, como por la intensidad en la crueldad y el cinismo. El resultado es el incremento del miedo en la población. Y el miedo paraliza. Las imágenes cotidianas de terror cauterizan las potencias del alma y nos hacen piltrafas humanas. Nos envilecen a todos. Parcelas territoriales han sido secuestradas a la par que las conciencias. Constituyen un atentado contra la dignidad humana y contra Dios. Con dolor reconocemos que el nombre de México se ha convertido ya en motivo de escarnio en éste y otros continentes.
- Mirando con detenimiento hacia nuestro interior, descubrimos que el deterioro moral se apodera más y más del corazón de los mexicanos, no tanto porque así lo quieran, sino porque se extiende como espuma nauseabunda de prácticas y costumbres adversas a la moral cristiana y al sentido común: La violencia se exhibe sin pudor en los medios, se aplaude en las imágenes (noticieros), se celebra en la música (corridos), se practica en las clínicas (abortos), se disfraza con eufemismos (salud reproductiva, abatidos), se gesta en los hogares (machismo), se aplaude en el comercio (comerciales, antros) y se fomenta con la impunidad (corrupción global). El gesto recurrente del pillaje a causa de un accidente carretero (cotidiano), o de un desastre natural (Acapulco), ante la mirada complaciente de la autoridad, es más que suficiente para demostrarlo.
- Los católicos rechazamos toda violencia y todo aquello que la genera y propicia, comenzando por la inclinación al mal que llevamos en el corazón por el pecado original. Anótelo bien: Ése es nuestro enemigo, no las personas ni los grupos. Por aquí necesariamente debe comenzar la cura, por el corazón. Es una debilidad innata que nos hace ver el bien y desearlo, pero que no logramos practicarlo. Y preferimos el mal. Necesitamos luz suficiente para distinguir el bien del mal y la fortaleza del espíritu para elegir lo bueno y rechazar lo malo. Vivimos en unpueblo profundamente religioso, de creencias sinceras hasta el sacrificio, pero que adolece de una falta de doctrina y de vigor espiritual que deriva en superstición e idolatría, que lo lleva a una pérdida del sentido verdadero de Dios y al desprecio de la vida y dignidad del hombre. Clama, como los discípulos: ¡Señor, sálvanos!
- Quienes vivieron antes de la era cristiana se preocuparon por vivir según los valores morales que le dictaba la razón y el buen sentido, y mucho progresaron; pero, sin embargo, cayeron en deformaciones tan graves como la idolatría, la perversión sexual, la esclavitud, o los sacrificios humanos. La necesidad de la ayuda divina, que nosotros llamamos gracia de Dios, es indispensable para poder guardar y practicar toda la ley natural, es decir, lo que con nuestra inteligencia podemos descubrir sobre lo bueno y lo malo, y ponerlo en práctica.
En concreto, es lo que tenemos en el decálogo de Moisés. Solos no lo podemos cumplir. Por eso Cristo dijo que, sin su gracia, sin Él, nada podremos hacer. Nos dejó su Paz, añadiendo: pero no como la que da el mundo. Entendámoslo bien: La paz es don de Dios, se construye con el amor y con la misericordia divina. Sin el amor y sin la gracia de Cristo en el corazón, no podremos vivir en paz.
A los que no comulgan con nosotros les decimos que no es nuestro deseo el manchar la enseñanza de Jesucristo con “polémicas estériles” (n. 109), y que sólo pedimos el beneficio de la duda y la saludable curiosidad de lo desconocido. Debemos, sí, tener en cuenta los casi cien años de indoctrinamiento adverso a la fe católica y a la moral cristiana que pesan sobre la conciencia de las autoridades, de ayer y de hoy, y que pagamos todos.
III. LA SABIDURÍA DIVINA EN LA BIBLIA
- Sobrepasando, no negando, las causas ambientales y externas que puedan ayudar a explicar y comprender mejor el fenómeno de la violencia, Jesús nos invita a mirar el corazón –alma, conciencia, entendimiento- y descubrir allí el podridero de donde brotan las malas acciones, y cambiarlo por un corazón nuevo, semejante al suyo. ¿Lo reconocemos o no? De aquí depende todo. Intentaremos hacerlo mirándonos en el corazón de Dios, en las santas Escrituras.
- La enseñanza bíblica sobre la violencia estalla fuera del paraíso, pero se inicia en él con la pérdida de la inocencia. Veamos: La Serpiente era la más astuta de las bestias, la personificación de la malicia, que se fundamenta en el engaño, producto de la mentira. La Serpiente organiza todo un desbarrancadero moral: La mentira, al comunicarse, produce el engaño; éste, para operar, necesita de la astucia; la astucia, para ser eficaz, requiere de la malicia; la malicia hace perder la inocencia, y la pérdida de la inocencia separa de Dios: es el Pecado. Solo Dios es inocente, porque aborrece el mal, no hace el mal a nadie, no mata, es in-nocens. Rechaza toda violencia: ¡No matarás!. Por eso, solo la inocencia, el inocente Jesucristo, víctima de la violencia humana, puede curar la violencia. Así, la violencia solo se cura con la misericordia y con el perdón. Con el amor. Y, por el contrario, detrás de la mentira está siempre su padre, el Mentiroso, que es también el Asesino primordial. Jesucristo podía acercarse a los pecadores, y curar sus llagas, porque estaba limpio de todo pecado.
- No confundir la inocencia con la ingenuidad. El ingenuo confunde el mal con el bien y el bien con el mal, y cae en sus redes; el inocente, en cambio, los distingue perfectamente, pero no sigue el mal, aunque lo padece. El inocente ve el mundo y el mal que lo habita, desde el bien que lleva en su corazón. Tiene la mirada limpia y todo lo ve sin malicia, pero no con ingenuidad. Es paloma y serpiente a la vez. Sabe bien en que terreno se mueve y a que altura debe volar. Cruza el pantano sin mancharse. Así han sido todos los santos. Jesús tenía la mirada clara, pero no ingenua. Detectaba el mal, pero alcanzaba a ver y a amar al pecador. El pecador –el ser humano- es más grande, vale más que su pecado.
De aquí la norma sabia del cristiano: Odiar el pecado pero amar al pecador. En el pecador siempre está la imagen y semejanza de Dios, y Dios se mira y se ama en ella, aunque esté lastimada, no borrada, por el pecado y el crimen. Siempre hay esperanza para el pecador.
- No se puede erradicar la violencia sin quitar el pecado, su causa. En otras palabras, hay que devolverle al hombre su inocencia, devolverlo a su origen, a su verdad: “Hasta que vuelvas a la tierra (adamah), pues de ella fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo volverás” (Gn 3,17s). Estas palabras se refieren a la muerte, sí, pero sobre todo vuelven al hombre a su origen, a su identidad primera. Quería ser como Dios, ahora tiene que volver a su origen, a su inocencia creatural, al polvo. A su nativa desnudez. El olvido de Dios es la destrucción del hombre.
El pecador tiene que desinflar su ego y cubrirse de “polvo y ceniza”, tirado por tierra en señal de arrepentimiento. No hay otro remedio contra la violencia, que la humildad, que proviene de humus, tierra: Yo, pecador, confieso…
- “Lo difícil es matar al primero”, y el primer acto violento se dio entre hermanos, entre los más próx(j)imos; por eso, toda muerte me toca en lo cercano, es muerte en familia, de un hermano. Aquí el mayor, Caín, mata al menor, cuando, como primogénito, debía guardar a su hermano. Abel, el guardián de las ovejas, necesitaba ser guardado por su hermano, pues todos necesitamos de todos, deber que Caín burlonamente rechaza, pues era agricultor. Él preparaba la tierra para que bebiera la sangre derramada, sin saber que allí estaba su castigo: se volvería estéril, desértica, no podrá recoger sus frutos, andará errante. Esta negativa, aparentemente inexplicable, tiene su origen en el culto. Cuando se manipula la religión, la violencia se extralimita, precisamente porque se ampara en Dios. Se convierte en ídolo. Pero Dios se declara “guardián” de Caín, el que se negó a ser guardián de su hermano. No es ingenuidad, sino vuelta al origen, a la inocencia. Dios sigue siendo in-nocens, no mata ni al criminal. Otra cosa sería que él busque la muerte. Ahora es Dios quien guarda al asesino, y así cierra el paso a la violencia: No matarás.
- Toda violencia humana es contra un hermano, un prójimo, nos afecta a todos necesariamente. Dios nos invita a ser guardianes de nuestros hermanos. Dios no sólo es vigilante, sino guardián: Él vela por su pueblo, desde la columna de nube; vela por el justo, para que sus huesos no sean quebrantados; vela por el bueno para que no tema la mala noticia; vela por nosotros para que velemos por nuestros hermanos y nadie mate a Caín, que sigue vagando errante (no nómada ni peregrino), por la tierra de Nod, es decir, entre nosotros.
IV. APOSTILLAS
- 1ª. A las “Madres buscadoras”. Según Amos Oz, en “Los Judíos y las Palabras”, pg. 140, leemos: “Escrito a lápiz en el vagón sellado (rumbo al campo de concentración) Dan Pagis: Aquí, en este transporte, yo, Eva, con mi hijo Abel. Si veis a mi otro hijo, Caín hijo de Adán, decidle que yo…”.2ª. A los hermanos Presbíteros y a los Catequistas que arriesgan su vida sembrando paz. Decía san Bernardo a quienes perseguían a un asesino, al que dio asilo en su monasterio: “Ustedes querían colgarlo y dejarlo colgado unos días en la horca. Aquí, en Claraval, estará crucificado para siempre” (Vita prima, 1,2, cap.3). La parroquia, como el monasterio, síntesis de la Iglesia, ofrece siempre un asilo de perdón y de paz, en los brazos de Cristo en la Cruz, a su hermano Caín, errante entre nosotros. Amén.
Por monseñor Mario De Gasperín Gasperín
Obispo emérito de Querétaro
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de enero de 2024 No. 1490