Por Rebeca Reynaud

“Tenemos una idea equivocada de la Cruz y de lo que es estar en guardia”, le explica Jesús a una mística española, Marga, la cruz no es derrota, no es pesimismo y flojera, ni es negatividad. “La cruz os hace libres. Con ella vivís en gracia y perseveráis. Os da la fuerza y os llena de vida, de vitalidad. La cruz no invita a la derrota sino a la victoria. Por mi Cruz os vino el Espíritu. No habéis experimentado todavía lo que es el Espíritu. El Espíritu Santo es alegría, es plenitud. La cruz es vuestra gloria. ¿Estáis en guardia cuando no oráis ni veláis? ¿Lo estáis cuando no ayunáis ni os sacrificáis? Sin oración y ayuno no podéis estar en guardia. Estáis descansando. Y viene el enemigo y os ocupa con siete demonios más que al principio (Mt 12,45). Os encontráis en un crudo combate del que nadie puede salir vencedor sin las dos cosas… Quiero que vuestros rostros reflejen mi Alegría. Si alguno no es alegre es porque no está pleno. ¿Qué es lo que busca el mundo? La alegría, la alegría del Resucitado. Lo que pasa es que aún no lo saben” (El triunfo de la Inmaculada).

El amor a la Cruz es algo que no sale espontáneamente. ¿Por qué habrá querido Dios el camino de la Cruz? Es algo misterioso, pero sin sacrificio no hubiera sido posible la gloria de la Resurrección. La Cruz es signo del triunfo del amor.

En una entrevista al Cardenal Ratzinger, Messori le pidió hacer un resumen de los 20 siglos de cristianismo. El cardenal Ratzinger contestó: durante 19 siglos los cristianos han aceptado la Cruz, sólo en el último siglo se la ha rechazado. Es para pensarse pues somos personas nacidas en el siglo XX.

Los Apóstoles entendían a veces poco, a veces mucho, pero cuando Jesucristo les habla de la Cruz, no entendían nada.

Estamos viviendo tiempos de oscuridad espiritual y a la vez, el mundo nunca ha sido más atractivo, más seductor, más hechizante que hoy. Nunca como hoy, el hombre había tenido más propuestas para enamorarse de sí mismo.

No exagerar las dificultades sino llevar bien las contrariedades. No son contrariedades el que salgan o no las cosas. La única contrariedad es examinarse y ver que le hemos fallado a Dios en alguna cosa.

A pocos meses de que Juan Pablo inició de su pontificado, su secretario don Estanislao, le confesó:

─ Santo Padre, quiero decirle algo: ¿Por qué no me regresa a Polonia? Me siento muy incómodo aquí en el Vaticano, tengo pocos conocidos, no sé manejar mucho el protocolo, desconozco mucho de cómo se deben hacer las cosas, su agenda a veces no tengo idea cómo debo priorizarla, etcétera, estoy muy forzado.

Juan Pablo II se le queda viendo y le contestó:

─ Estanislao, ¿qué te parece si nos regresamos los dos? Por que a mí me pasa exactamente lo mismo.

Después de aquel momento ya no volvió a tocar el tema.

Santa Margarita María de Alacoque cuenta: “Un día se me apareció el Sagrado Corazón y me dijo: ¿Cuál prefieres de estas dos gracias?: La salud del cuerpo, la alegría del alma debida a la confianza de tus superioras, la estima y el afecto de tus compañeras y el aprecio de la gente, o, la enfermedad, la prueba de la desconfianza de tus superioras, el desprecio de tus compañeras y cien sufrimientos más”. Como Margarita María era inteligente le contestó al Sagrado Corazón: “Tú elige por mí”. Y Jesús le respondió: “elijo la Cruz para ti porque el camino de la Cruz es el que más me gusta, pues por él es como más os parecéis a mí”. En ese momento vio los sufrimientos de su vida y tembló, pero pensó: “Cuando un alma ama, le da al amado lo más precioso que posee. Cuando Dios ama, da el paraíso, y fuera del paraíso, nada hay más precioso que la Cruz”. Esta situación duró veinte años. Gracias a este sufrimiento pudo extenderse en el mundo la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

La Cruz, escribía San Josemaría, “no es la pena ni el disgusto, ni la amargura… Es el madero Santo en donde triunfa Cristo…, y donde triunfamos nosotros, cuando recibimos con alegría y generosamente lo que él nos envía” (Forja, n. 788).

 
Imagen de Andrealison Leao de Souza en Pixabay


 

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