Por P. Fernando Pascual

La historia de la Iglesia incluye momentos de luz y de oscuridad, santidad y cobardía, unidad y desgarrones.

Ya desde el inicio, surgieron grupos que dividieron a la comunidad, y que fueron censurados por san Pablo y por san Juan.

Luego, la lista de desgarrones se hace larga: gnósticos, nestorianos, arrianos, monofisitas, ebionitas…

Hubo cismas que separaron de la unidad a cientos de obispos de diversas zonas geográficas, con divisiones que duran hasta nuestros días. Basta con recordar, entre otras, la separación de los coptos.

Los desgarrones de los primeros siglos se produjeron por temas doctrinales o por falta de obediencia. Una separación antigua que todavía sigue en pie es la del patriarca de Constantinopla, el año 1054, que dio origen a lo que conocemos como Iglesia ortodoxa.

Durante la Edad media no faltaron divisiones graves, como el cisma de Avignon o la revuelta de los cátaros. Luego, en el Renacimiento y la Edad Moderna, se separaron grupos amplios de católicos que formaron lo que conocemos como luteranismo, calvinismo, y un gran número de familias protestantes.

Además, algunos grupos buscaron crear iglesias nacionales con un enorme poder, como el anglicanismo. En nuestros días, no han faltado modernistas y otro tipo de corrientes que provocan nuevos desgarrones entre los católicos.

Cristo rezó por la unidad de los discípulos, para que fuésemos uno (cf. Jn 17,11-22), porque sabía el daño enorme que se produce cuando nos dividimos, lo cual ocurre cuando nos apartamos de la verdad y cuando rompemos el amor.

Por eso es tan importante rezar por la unidad de la Iglesia, estudiar a fondo nuestra fe, conocer la doctrina católica expresada en los concilios dogmáticos de nuestra historia, y mantenernos en armonía con aquellos obispos que conservan el patrimonio católico.

Desde la humildad y la apertura a Dios, podremos conservar el tesoro de la unidad, evitar desgarrones que tanto daño provocan, e incluso curar divisiones todavía presentes.

De este modo, según la oración del Señor, podremos reconstruir esa unidad que nace de la verdadera fe, del amor fraterno, y de la obediencia a los sucesores de los Apóstoles.

Conservaremos, entonces, las lámparas encendidas. Así, cuando Cristo vuelva a la tierra, encontrará que hemos sabido mantener la unidad de la fe y del amor como miembros vivos de su Iglesia.

 
Imagen de Ramon Perucho en Pixabay


 

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