Por P. Mario Arroyo
Tengo un grupo de amigos ateos que gustan de organizar parrilladas en Viernes Santo, como una forma de afirmar su identidad atea y, en realidad, su dependencia de una tradición religiosa precedente; pero eso no les gusta reconocerlo. En líneas generales resulta interesante conversar con ellos, pues un buen número tienen alto nivel cultural, lo que suele producir una conversación amena. Siempre es enriquecedor departir con quien no piensa como uno. Suelen reunirse en un café “underground” de una zona bohemia de la ciudad llamado “El Búho Rojo”.
El sábado pasado tuve la oportunidad de asistir allí a una sugestiva conferencia, aderezada con un generoso café, sobre “El temor a la muerte en De rerum naturae de Lucrecio”. Que, resumiendo, como buen epicúreo materialista no temía a la muerte, porque “mientras estamos vivos no es problema, y una vez que morimos ya no existe el sujeto que pudiera tener ese problema”. Pero lo interesante de la reunión fueron las confesiones de fe atea que algunos participantes se sintieron obligados a profesar ante la presencia de un sacerdote católico.
Dos de esas “confesiones” despertaron paralelamente mi curiosidad, hilaridad y pena. Resulta paradójico sentir tristeza y tener risa al mismo tiempo, pero así fue. Esto solo me sucede en el Búho Rojo, por eso lo considero un lugar especial. Una persona mayor, de entre setenta y ochenta años confesó que era ateo desde niño, porque una ocasión le rezó a la Virgen y a todos los santos, pidiéndoles que no le propinaran una tremenda paliza, y adivinen que pasó… La otra fue más dramática, pues no sólo fue confesión de ateísmo sino valiente testimonio de no tener miedo a la muerte. Que alguien joven no tema a la muerte puede ser normal, fruto de la inconciencia juvenil, pero que un señor que afirmaba tener noventa y cinco años lo diga no deja de ser curioso, y uno no puede evitar preguntarse si será verdad o lo dirá cara a la galería, pero el discurso sea acaso diferente en las largas noches de insomnio junto a la almohada, o cuando se palpan las progresivas limitaciones físicas. El caso es que este amigo se hizo ateo el día de su primera comunión, porque no alcanzó el consabido pastel y chocolate caliente, tradicionales al final del evento religioso. Pensó que eso significaba que Jesús no lo quería y por eso no existía.
El primer testimonio me hizo pensar que, en buena lógica, yo no debería ser solo ateo sino satánico, habida cuenta la cantidad de veces que mi madre me dio en las pompis con la chancla, o por aún, mi papá con el cinturón o correa. Quizá se deba a que yo de niño no era tan inteligente y la verdad no se me ocurrió; a lo más intentaba escarmentar para que no se volviera a repetir la furiosa y agresiva tormenta sobre los glúteos.
Debo decir, en defensa de los ateos ahí presentes, que otros tienen motivos más académicos para su ateísmo, son menos existenciales. Pero esos dos, repito, no dejaron de llamarme la atención. Pensándolo bien, yo también soy ateo del dios en el que esos dos respetables ancianos no creen. Un dios semejante al “genio de la lámpara” que debe comprobar su existencia demostrándomela, concediéndome mi deseo. Una especie de dios mágico, al que acudo, como a los brujos y chamanes, para pedir un favor, y a quien no pagaré nada hasta ver los resultados. Lo trágico de la confusión es que el dios del que se declaran ateos los dos ancianos no es el Dios cristiano, por más que lo hayan “vacado” en la primera comunión o al rezarle a la Virgen.
¿Cuál es el Dios cristiano entonces? Precisamente el de la Semana Santa, pero que, nuevamente en forma trágica, no alcanzarán a vislumbrar, pues estarán muy ocupados aderezando las carnes el Viernes Santo, mientras con aire de superioridad compadecen a la “pobre gente” que reza el Vía Crucis o asiste al “Sermón de las Siete Palabras” (o a una versión más intensa, “el sermón de las tres horas”; sí, ¡tres horas hablando el padrecito y la gente no pierde la fe!, una demostración práctica de que Dios sí existe).
¿Cuál es el Dios de la Semana Santa? El que asume, hasta sus últimas consecuencias, la misteriosa y dura experiencia humana del dolor, del fracaso, del sufrimiento. El Dios que es capaz de hacer de lo más oscuro, la luz más potente; de la muerte más horrible, el ícono de la belleza; de la condena y el abandono, la fuente de la esperanza. Jesús estaba más cerca de ese niño sin pastel y de ese niño castigado, pero ellos no se dieron cuenta. Es el mismo Jesús que en la Cruz no tiene rencor ni resentimiento con quienes le condenan, sino que ora por ellos pidiendo a su Padre “perdónales, porque no saben lo que hacen”. Lo mismo pido yo a Dios por mis amigos ateos, consciente de que no soy mejor que ellos, quizá es que solo eran más listos de pequeños; pido que les de la gracia del arrepentimiento y puedan rezar aquella maravillosa oración de último momento “acuérdate de mí cuando estés en tu reino”; mientras que para mí aplico esa otra del Angélico, “límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero”.
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