Por Martha Morales
A los trece años, Juan María no sabía leer ni escribir. El francés lo hablaba mal pues en su granja usaban el dialecto de la zona. Cuando decide hacerse sacerdote tiene alrededor de 20 años. Escribe: “No podía depositar nada en mi torpe cabeza”, recuerda años más tarde. El latín no le entra pues tampoco sabe gramática francesa. Se queda noches estudiando, pero no avanza. Llega a desesperarse, y un día comunica al reverendo Balley: “Quiero volver a mi casa”. Le hace cambiar de opinión cuando le dice que “entonces, ¡adiós a tus planes! ¡adiós al sacerdocio! ¡adiós a las almas!”. A pesar de su torpeza para los estudios, Juan María tiene una sabiduría especial: su sintonía con el bien. Después de superar innumerables dificultades, con 25 años, recibe la tonsura
Desde el primer momento, llama la atención a la gente del pueblo cómo reza y celebra la Eucaristía el nuevo cura. Con su persona es austero, y generoso con Dios y con los demás. Le importa tanto cada persona que pone todo lo que está de su parte para que no pasen necesidad. Quiso mucho a los pobres. Quiso mucho a los pecadores. Era consciente de que Dios ama a cada ser humano hasta la locura, y él quiso amar así.
El Cura de Ars sabía que, en la entraña de todo pecado late una orgullosa actitud rebelde. Él explicaba la necesidad de ser sinceros al confesar los pecados: Hay quien esconde pecados mortales por diez, veinte, treinta años. “Siempre están atormentados; siempre está presente su pecado en su mente; siempre tienen el pensamiento de decirlo, y nunca lo hacen… ¡es un infierno! Cuando hacéis una buena confesión, habéis encadenado al demonio. Los pecados que escondemos reaparecerán todos. Para esconderlos bien, hay que confesarlos bien”. Y añadía: “Hay que dedicar más tiempo a pedir la contrición que a examinar los pecados”. Por eso hizo construir la capilla del Ecce Homo, una imagen de Cristo azotado y coronado de espinas, donde se preparaban para la confesión. Decía: “Sé muy bien que la acusación que hacéis os exige un momento de humillación… Pero bueno, ¿es verdaderamente humillante acusar los propios pecados? El sacerdote sabe ya más o menos lo que podéis haber hecho”[1].
Tenía un gran afán de ayudar a los demás: “No me encuentro bien, decía con buen humor, sino cuando ruego por los pecadores… Si ya tuviese un pie en el Cielo y me dijesen que volviese a la tierra para trabajar en la conversión de un pecador, con gusto volvería. Y si para esto fuera menester estar aquí hasta el fin del mundo, levantarme a medianoche y sufrir lo que ahora sufro, aceptaría de todo corazón”.
Un joven de familia noble llegó de Marsella, quería confesarse con el Cura de Ars. Se encontró con el hermano Atanasio, director de la escuela, a quien hizo varias preguntas sobre la vida del cura: Quiere usted decirme, hermano, ¿a qué familia pertenece el Reverendo Vianney?, ¿dónde ha hecho sus estudios, en qué medio social ha vivido, qué cargos desempeñó antes de ser destinado a esta parroquia? El Hermano Atanasio le contó que provenía de una familia pobre, que casi no tenía estudios, que no desempeñó cargo alguno antes, etc. Y el Hermano le dice: ¿Por qué me pregunta usted eso? A lo que el joven caballero contesta: Porque me ha encantado la exquisita finura con que me ha recibido. Al entrar en la sacristía, me saludó muy amablemente; me colocó en el reclinatorio, y no se sentó sino después. Terminada la confesión, fue el primero en levantarse, me abrió la puerta, me saludó, y siempre con aquella finísima cortesía, introdujo al penitente que seguía. El Hermano Atanasio explicó que el Cura de Ars trataba a todos igual. A lo que el joven dijo:
—Ya entiendo, es un santo, vive la caridad, que es la fuente de la verdadera educación.
El Santo Cura de Ars, con más de treinta años de experiencia, aseveraba: “El que vive en el pecado toma las costumbres y formas de las bestias. La bestia, que no tiene capacidad de razonar, sólo conoce sus apetitos; del mismo modo el hombre que se vuelve semejante a las bestias pierde la razón y se deja conducir por los movimientos de su cuerpo. Un cristiano, creado a imagen de Dios, redimido por la sangre de Dios… ¡Un cristiano, objeto de las complacencias de las tres Personas Divinas! Un cristiano cuyo cuerpo es templo del Espíritu Santo: ¡he aquí lo que el pecado deshonra! El pecado es el verdugo de Dios y el asesino del alma…”[2].
Y continúa San Juan María Vianney: “Comprender que somos obra de Dios, es fácil; pero que la crucifixión de un Dios sea nuestra obra, ¡es incomprensible!”.
El cura de Ars, afirmaba que, para recibir el sacramento de la Penitencia son necesarias tres cosas: La fe, que nos revela a Dios presente en el sacerdote. La esperanza, que nos hace confiar en que dios nos otorgará la gracia del perdón. La caridad, que nos lleva a amar a Dios y que inculca en nuestro corazón el dolor de haberle ofendido.
[1] José Pedro Manglano, Orar con el Cura de Ars, Desclée de Brouwer, España, 2000, n. 9.10, p. 135.
[2] José Pedro Manglano, Orar con el cura de Ars, Desclée de Brouwer, Bilbao 2000, n. 1.3 p. 37.
San Gregorio Magno escribe: “Como Dios permite el arrepentimiento después de cometidos los pecados, si el hombre llegase a saber el tiempo en que había de salir de este mundo, podía invertir parte del tiempo en la voluptuosidad, y lo restante en hacer penitencia; pero el que ha prometido el perdón al que se arrepienta, no ha prometido al pecador el día de mañana. Debemos temer en todo tiempo el último día, cuya llegada no podemos prever” (Homilía 12 in Evangelia). Y continúa: “Todas las cosas de este mundo, por grandes que parezcan, son pequeñas en comparación con la retribución eterna” (Homilía 9).
Imagen de Frédérique Défrade en su sitio KT42