Por Arturo Zárate Ruiz
Mi mujer les repite a nuestros hijos que se porten bien porque así les irá bien ya en esta vida (por supuesto, también en la otra). Dejaría de ser madre si no insistiera. Podría ella citarles el primer salmo: «¡Feliz el hombre que… se complace en la ley del Señor y la medita de día y de noche!… todo lo que haga le saldrá bien».
Pero nuestros hijos a veces rezongan. Dejarían de ser normalitos si no lo hicieran. De ser además tramposos, podrían citar la Biblia y negar que sea recomendable el irles bien ya en esta vida, pues tal vez les tocaría la suerte del rico Epulón: «Hijo mío, acuérdate que ya recibiste tus bienes en la vida; Lázaro, en cambio, recibió males». Podrían inclusive afirmar que portarse demasiado bien no promete mucho aquí, y, para dizque probarlo, enumerarían a la multitud de santos martirizados, para no mencionar a Jesús quien pasó haciendo el bien en este mundo, pero murió crucificado.
Aun así, mi mujer tiene razón. Si nos portamos bien, al menos gozamos, ya ahora, de una conciencia tranquila, de paz en nuestros corazones. Pero conviene hacer algunas precisiones.
He allí que muchos truhanes gozan de más tranquilidad que un charco de lodo. Hasta celebran y ríen de contentos tras cometer su última fechoría. Pero no es que haya paz en sus corazones. Sucede que tienen la conciencia adormecida. Es uno de los trucos del diablo para amarrar a quienes ya ha atrapado en sus garras.
Ahora bien, no son pocos quienes confunden el irles bien con ganar mucho dinero, y nada más. Este es un truco de uno de los demonios bíblicos, Mammón, quien prometía riquezas mientras exigía sacrificios humanos. Y tiene muchos seguidores porque es cierto que, si el dinero no es la felicidad, muy bien la imita. Por ello hay sectas, como Iglesia Universal del Reino de Dios en el Brasil, que predican lo que llaman “Teología de la Prosperidad”. Con ella afirman que se alcanza el bienestar económico tras ofrecer sacrificios a Dios, o más bien dinero que se entrega en montañas a falsos pastores multimillonarios. Y no faltan prosélitos suyos que logran enriquecerse porque lo único que les importa, y se les exige, es forrarse de billetes. El padre Cantalamessa, Predicador del Papa, advierte que «los diez mandamientos hay que observarlos en conjunto; no se pueden observar cinco y violar los otros cinco, o incluso uno solo de ellos», digamos alabar a Dios, pero pisotear «ciertos mandamientos, como el de no matar o no robar». En el siglo XIX, el sociólogo Max Weber defendía así a los protestantes por promover el capitalismo y ocuparse de acumular dinero, no así los católicos, afirmaba. Tal vez ocurría, como ocurrió con los calvinistas que fundaron Estados Unidos, que sabían arrebatar los bienes sin preocuparse de otras cosas. De hecho, exterminaron a los nativos en lugar de evangelizarlos. Y así pudieron ocupar sus tierras y ser “prósperos”. Ahora bien, los países más ricos no son protestantes. Son algunos controlados por jeques musulmanes. Alaban a Alá mientras practican y permiten todavía la esclavitud.
¡Cuidado con ser pelagianos! Unos, quienes tal vez se portan mejor que santa Teresa de Calcuta, presumen, sin embargo, que se ganaron por sí mismos el Cielo. Otros, los escrupulosos, asumen que, por olvidárseles rezar un Ave María a las 3:25 de la mañana, ya están condenados al Infierno. Ambos creen que por los propios méritos cada persona se salva.
Pero, por más que nos portemos bien, la salvación nos viene por los méritos de Jesús, quien murió por nosotros, pues al menos nacimos con el pecado original y requerimos de su misericordia.
No quiere decir esto que no cuenten las buenas obras, que no sea necesario portarnos bien. Pero debemos reconocer que esas buenas obras brotan de una fuente: la gracia de Dios. Nos dice Cristo: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo». Esa paz, que reina en nuestros corazones tras abrazar, con nuestra conversión, su misericordia, es la que nos da tranquilidad de conciencia. Así, nos va bien ya ahora.
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