Durante mucho tiempo el obispo emérito de Querétaro, don Mario de Gasperín Gasperín, ha reflexionado sobre el pasado, el presente y el futuro de México. Desde el faro privilegiado que dan los años, la experiencia pastoral y el compromiso con la comunidad, ha querido compartir estos apuntes —verdaderos relámpagos de sabiduría acumulada— con los lectores de El Observador.

Primeramente, lo hizo en el número del 2 de julio de 2023 (“Pensar a México”) en el que reunimos a una serie de plumas católicas con el objetivo de meditar sobre nuestro querido país (a menos de un año de que se celebren las elecciones generales de 2024), y ahora, al inicio de las campañas políticas hacia la presidencia de la República y a puestos de elección popular a nivel federal.

La primera vez estaba muy distante el tiempo de campañas. El 3 de marzo de 2024, han iniciado. Y El Observador no puede, ni debe, estar ajeno a este momento histórico que vive México.

Dimensión histórica de la fe.

Para comprender a una nación, especialmente si se le quiere servir, es necesario conocer su historia: la microhistoria de las familias y de los pueblos, y la historia nacional, la verdadera no la oficial. El cristianismo fue quien asumió la historia humana como elemento integrador de su fe y así se insertó en las civilizaciones y culturas donde llegó su presencia. La Católica es la iglesia del Verbo encarnado, del Verbo hecho cultura en un pueblo integrado en la historia universal. La historia humana se convirtió así en el lugar del encuentro y del diálogo del hombre con Dios. Esto sorprende a muchos y, a otros, molesta; pero esta es la originalidad del cristianismo, su eterna novedad y el desafío a la humanidad. Culto y cultura son para el cristiano inseparable realidad.

Simbiosis cultural original.

México es un país de profundas raíces ancestrales, más de lo que alcanzamos a imaginar. El alma de las etnias originarias brota como por generación espontánea en múltiples manifestaciones, muchas de ellas, por no decir todas, fecundadas con la sabia evangélica. Se dio entre religiosidad natural y Evangelio una simbiosis difícil de desentrañar, que al extraño genera desconcierto, pero que es su riqueza original. La savia católica, con más de quinientos años de inculturación evangélica, como lo demuestra el diálogo entre Juan Diego, la Virgen de Guadalupe y el obispo Zumárraga, está en la génesis del pueblo y nación mexicana.

Violencia ideológica a la nación.

A este sustrato cultural católico fundante se impuso, como elemento extraño y con violencia ideológica, un modelo de vida y pensamiento liberal a ultranza, mediante una Revolución social y política que degeneró posteriormente en violencia religiosa sin igual. El derramamiento de la sangre de los mártires de toda condición social y eclesial de entonces, hoy en la modernidad, todavía alcanzó a un cardenal. Padecemos, por tanto, una esquizofrenia nacional marcada por la violencia, que el político liberal Jesús Reyes Heroles llamó “México bronco”, el periodista protestante J. K. Turner “México bárbaro” y el novelista católico inglés Graham Greene país de “Caminos sin ley”. Ahora somos señalados en el mundo entero por la violencia, por la impunidad y por la corrupción. Esto lastima el corazón cristiano de un pueblo que lo padece pero que no lo merece.

Potencial renovador el cristianismo.

El cristianismo es una fuerza reformadora que se inserta en el corazón de las personas y de las familias, y que es capaz de transformar la sociedad. Es fermento en la masa que la convierte en pan. Esto sucede cuando la fe católica se hace cultura, alma vida y corazón de un pueblo. Cualquier cultura humana es apta para recibir el Evangelio, siempre y cuando admita ser elevada y eventualmente purificada. Por eso, este proceso de evangelización, de civilización y de inculturación, es un itinerario pascual, de muerte y resurrección, marcado por la cruz. Lo no asumido no es redimido y sin derramamiento de sangre no es posible la redención.

La cultura vale por sus valores.

Una cultura se construye según los valores que privilegia y que ama. Sobre todo que ama. El amor no se impone sino que se propone. Se ofrece y se suplica con humildad. Un ejército domina, no civiliza; un demagogo seduce, no enseña; un economista acapara, no comparte; un político manda, no sirve; sólo el hombre espiritual, movido por el Espíritu, puede construir una nación, pues será un economista, un político y un gobernante de verdad, auténtico servidor. Por eso, el misionero y el santo son evangelizadores y civilizadores a la vez. Por su conciencia de entrega y servicio Maximiliano María Kolbe fue el verdadero triunfador sobre el nazismo y el Padre Miguel Agustín Pro sobre el callismo. La conciencia  cristiana es el único baluarte inexpugnable contra la prepotencia del poder.

Iglesia, corazón del pueblo.

Cuando la Iglesia logra inculturar este mensaje liberador, se convierte en el corazón de una nación e imprime en ella una manera particular de ser. Esto lo ha logrado la fe católica en México: Se reconoce y aprecia en el mundo entero el carácter peculiar del mexicano. El misionero mexicano es comúnmente aceptado, como lo es la Guadalupana, tanto en Oriente como en Occidente. Es nacional y universal, es decir, católico. Quizá aquí, por conocido, lo ignoramos. O fingimos ignorarlo. ¿Quién ha valorado suficientemente el aporte de las familias católicas, sencillas y trabajadoras, al bienestar de la nación? El caso de los hermanos migrantes es ejemplar: las divisas que aportan a sus familias se equiparan a las petroleras y son el andamiaje económico en que se apoya la estabilidad social. Estas son las familias vapuleadas por la televisión, desfiguradas por las ideologías importadas y abusadas por el poder.

Virtud, no sólo aguante.

Este corazón católico del pueblo mexicano es el que le ha permitido subsistir en medio de traiciones y expolios, padecidos y sufridos como nadie, y que sigue padeciendo, no simplemente como aguante, sino como virtud. Estamos siempre en crisis, sexenio tras sexenio. Es una reserva espiritual de la cual los gobernantes, si quieren de verdad levantar al país, pueden echar mano, sabiéndolo y queriéndolo hacer con respeto. Y éste es el punto capital: que lo quieran hacer; pues, para hacerlo, necesitan sintonizar con el pueblo, prestar oído a sus voces y clamores, mirarlo con ojos limpios no torcidos, y meterse en su pellejo. Esto es lo que difícilmente están dispuestos a hacer, pues piensan que haciendo encuestas remedian este vacío abismal que los separa del corazón popular. Del pueblo no los separan los números ni las estadísticas, sino el corazón. No es asunto de mercadotecnia sino de solidaridad.

La que sucede, incide.

La historia verdadera de un pueblo puede quizá ocultarse o manipularse, pero no se puede borrar ni cambiar a placer. Es una ilusión, porque los hechos están ahí. Decir que lo sucedido, sucedió, es verdad de Perogrullo. Pero lo que sucede, incide, lo queramos o no. Tarde o temprano brota de nuevo como las flores multicolores en Hiroshima y Nagasaki. O las del Tepeyac. Además, sabemos que la historia es de Dios y su Espíritu campea en ella. La mano providente de Dios llega hasta las minucias que no tocaba el Pretor romano ni quiere tocar el gobernante actual.

Cuando se reaviva esta memoria histórica verdadera, caen los muros y brota la libertad. Estos muros se derriban con los libros, con los instrumentos musicales, con las oraciones y con los cantos; con la cultura madurada al soplo del Espíritu, como lo hizo Juan Pablo II en Polonia, o Havel en Checoslovaquia, o Gandhi en la India. Esperamos a alguien que lo quiera hacer entre nosotros. Tendrá que ser un hombre de espíritu, no de poder. O mejor, del poder que da el Espíritu. Entonces descubriremos que “la nación somos nosotros, no ellos”; que la patria es la tierra de los padres y de sus hijos, la herencia común, no el coto de los poderosos.

Está germinando, ¿no lo ven? ¿Dónde está germinando el futuro de nuestro país? ¿Dónde está brotando lo nuevo del Evangelio? ¿Dónde se escuchan los cantos de la alegría del cosechar después de la fatiga de la siembra? ¿Quién conduce ahora este coro, este caminar cantando, esta marcha no triunfal sino jubilosa? ¿Será Francisco cuando, quizá, otra vez nos visite y nos relea el “Fratelli tutti” o hasta el “Nican Mopohua”? ¿Cuándo soplará el viento fresco de la primavera que nos anunció San Juan XXIII, o el nuevo Pentecostés de San Juan Pablo II? ¿Cuándo florecerán las rosas que brotaron para Juan Diego en el Tepeyac o el gozoso amanecer que contempló al brillar el sol sobre los abrojos del erial?

Asesinos del alma.

Un régimen despótico o un tirano primero asesina el alma de un pueblo y luego al pueblo. Esa arma letal se llama ideología, y la televisión mercantil es su mejor disparador. La democracia primero se suicida y luego se deja asesinar. La democracia democratizó la corrupción. Es planta de cultivo delicado. El tirano siempre cabalga sobre algún cadáver. Pero, mientras permanezca encendido el fuego bautismal del brasero doméstico, habrá esperanza de pan y de vida; mientras permanezca intacto el altar casero, con los Santos de nuestra devoción y con una veladora encendida, México estará en pie. No nos dejemos robar la esperanza, nos dijo el Papa Francisco; y la esperanza y la fe son hermanas. Y México ha sabido esperar. Quizá demasiado.

¿Dónde encontrar la esperanza? A la esperanza no la vamos a encontrar en los parlamentos, en los palacios, en los cuarteles o en los supermercados. La esperanza está en el fuego del hogar y en la luz de la candela; en el sonido de la campana que llama a misa y en la cruz del camino; en la mano que da pan al migrante y una sonrisa al niño desamparado. En lo pequeño trabaja Dios.

Quizá sea en la parroquia, en la fiesta patronal, en la novena al santo Patrono o en las cuentas del Rosario atardecido. ¿Nos alcanzarán los ojos para ver lo que ya está brotando? Si queremos ver a Dios, es indispensable limpiarse los ojos, además del corazón. Y hay que ponerse en pie frente a la modernidad.

María, el realismo cristiano.

Sólo renovando las comunidades se puede revitalizar al país y a la democracia. Para esto se necesitan líderes sociales y espirituales. Nos urgen hombres sabios, llenos de sano realismo, de realismo cristiano, como el de María: “Tomó al niño, lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre”, sin quejas ni remilgos. Acción pura y eficaz. Hay que actuar con lo que se tiene, según la naturaleza de las cosas y las posibilidades del momento. Nunca olvidar que la acción del Espíritu creador está en la raíz de toda transformación. La semilla crece en el surco, en silencio, pero hay que sembrarla primero.

La hora de Dios.

Comprender la historia es entender qe el poder tiene múltiples formas y expresiones. Es siempre el mismo pero no lo mismo. Es una cualidad relativa, cada vez más acotada y, por tanto, siempre escurridiza. Es, pues, de sabios y prudentes comprender la realidad y la oportunidad. Ambas van juntas y reclaman la inteligencia. Por eso, es importante y vital percibir y descubrir el hoy de Dios. El kairós. Jesús anduvo siempre tras él, tras su Hora. Un líder cristiano auténtico no da nada por supuesto, ni improvisa, ni repite. Detecta el momento y actúa. Crea. Necesita compañía, la busca, y aunque muchas veces lo abandonen, él nunca está solo.

Nuevos líderes, no clericales.

Como el poder verdadero está encaminado al servicio del pueblo, es necesario conocer al pueblo. Y amarlo, dijimos. Sus necesidades, sus aspiraciones, sus amores. Sin esto sólo hay imposición, quizá con buena voluntad, pero con estulticia y presunción que presagian el inminente fracaso. De esto estamos hartos. Necesitamos lideres auténticos, como los pide el Evangelio: “Los poderosos los dominan… Entre ustedes no será así”. Son necesarios, urgentes los líderes cristianos. Ellos reconstruyeron Europa; ahora los renegados la han echado a perder. Aquí, en México, hace tiempo que los andamos buscando. Los movimientos cristianos laicales son indispensables y meritorios, pero de escasa producción en liderazgo. ¡No líderes clericales, por favor! El clericalismo es un virus que corroe lo que toca y mata el alma del laico católico despierto. Urgen, porque los líderes sociales de los movimientos alternativos, liberales por ejemplo, nunca llegarán a mejorar el país. Lo único que llenan son los espacios comerciales de los medios de comunicación, atiborrándolos de productos alentadores de su vanidad, pero inútiles para el pueblo. El hombre no está hecho para el liberalismo a ultranza, sino para la solidaridad comunional; no para el individualismo sino para la comunión.

Enamorarse del mundo.

Para poder cambiar el mundo es preciso enamorarse de él: “Tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo único”. Es el derrotero que señaló San Juan XXIII y siguió el Concilio. Primero se ama y después se da, todo y lo mejor. El amor nace de la mirada y mediante el ver se conoce al otro.

Conocer al otro como parte integrante mía, es amarlo y desposarse con él. Es llegar a ser “una sola carne”. Poseer, tocar es el acto final, no el inicio. Primero se transfigura con la mirada del corazón y luego se obtiene la posesión. El liberalismo primero toca, posee, aprisiona, domina, y cuando quiere amar ya no tiene con qué, sus manos son garfios y su corazón está seco, paralizado. Siempre tiene otra cosa qué hacer. Observe usted la lejanía e indiferencia de los poderosos ante el sufrimiento del pobre. Su fiebre es posesiva, ostentosa, no amorosa. Los líderes verdaderos, en cambio, terminan ofreciendo su vida y muriendo fuera de su patria, como Abraham, como Moisés, como Jesús, como Pedro y Pablo. La mayoría de las veces desnudos, mientras los poderosos se reparten los despojos. Hasta en el morir enriquecen a otros. El peregrinar del cristiano es un viaje sin retorno porque es un invitado de honor a la fiesta de Bodas en la Jerusalén celestial. El vestido de fiesta lo da Dios.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de marzo de 2024 No. 1495

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