Editorial
En el último informe sobre libertad religiosa, México aparece como país en la tablita. No presenta condiciones brutales, como países del Medio Oriente, África y el Oriente Extremo, pero los ataques, las extorsiones, los asesinatos y el hostigamiento a ministros de la Iglesia del segundo país con mayor número de católicos del mundo (y la inacción de las autoridades al respecto) lo ha colocado en la incómoda posición de “país de riesgo”.
El Papa Benedicto XVI —de feliz memoria— argumentaba con sobrada razón que el respeto a la libertad religiosa es uno de los caminos privilegiados para lograr la paz. El que cada uno tenga la libertad de creer y de manifestar su fe en público y en privado no es una “alegre concesión” del Estado, sino un derecho humano fundamental, consagrado en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre.
Las terribles historias de persecución a los cristianos que cuentan sus protagonistas no deben hacernos olvidar dos cosas: primero, darlas a conocer y en seguida orar por estos nuevos mártires anónimos que riegan con sufrimiento el camino de la salvación de todos.
Cristo lo advirtió (Mateo 24,9). Pero también dejó en claro que el que persevera hasta el final —y se hace fuerte frente a la iniquidad— tendrá vida en abundancia. Son decenas de miles los cristianos que enfrentan persecución, odio y muerte. A ellos, un abrazo y un reconocimiento orante: nos redescubren el olvidado asombro de creer.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de marzo de 2024 No. 1497