Por Arturo Zárate Ruiz

No faltan en mi ciudad uno que otro misionero fundamentalista callejero anunciando a viva voz el fin de los tiempos y castigos horribles para quienes no se conviertan. Tienen fama de loquitos. Uno de hace años —le decían “el Mesías”— vestía con corbata y traje como muchos pastores protestantes, y además cargaba su Biblia bajo el brazo, pero iba siempre despeinado, muy greñudo y bastante sucio, inclusive sus dientes. Hoy destaca uno que desde un paso peatonal sobre el crucero más transitado advierte a los pecadores sobre el Infierno con un altavoz que retumba a seis cuadras de distancia.

Suelen decir muchas tonterías, como que los católicos adoramos a María, o que somos la prostituta de Babilonia. En su modo de predicar, transmiten además desesperación, lo cual no es muy cristiano. Pero aun loquitos, no yerran en tres cosas: 1) la necesidad de nuestra conversión, 2) la posible condenación de no hacerlo, y sobre todo 3) anunciar a Cristo.

Estas tres cosas también los católicos las debemos anunciar. Conviene, por supuesto, hacerlo bien, lo que desde la perspectiva puramente humana no es sencillo, pues no sólo hay quienes no saben nada de nada sobre Cristo; hay, si hablamos de México, quienes sobre todo lo saben mal; otros que no les interesa la Buena Nueva por estar muy satisfechos mundanamente, y hay, además, entre otros, quienes tienen el corazón muy herido por sus fracasos y sus pecados, a punto de que les es muy difícil creer en el Amor. Sin olvidar tratar cada caso con santa prudencia, a los del todo ignorantes hay que anunciarles el kerigma; a los equivocados, corregirlos; a los complacidos, mostrarles nuestra muy superior alegría aun en el dolor, y a los fracasados, dejarles entrever que somos peores, a no ser por nuestro Salvador. A todos hay que predicarles en especial con el ejemplo.

El ejemplo es muy importante. Allá por el siglo IV, san Basilio fundó hospitales que acogían por primera vez a todo tipo de enfermos, no sólo a soldados del propio ejército. Como, al hacerlo él, dio prominencia al cristianismo, el emperador Justiniano, si no por piedad, sí por competir en popularidad, hizo lo mismo. Así los antiguos empezaron a abrazar los valores cristianos. Podemos lograrlo de nuevo en estos tiempos secularizados.

Los católicos somos amigos de la verdad, venga de donde venga. No nos asusta lo que diga la ciencia si es ciencia de verdad. Por eso, por ejemplo, no prohibimos las transfusiones de sangre o las vacunas. De hecho, fue el impulso de la Iglesia lo que permitió las primeras universidades. Y, en la modernidad, fueron justo religiosos quienes dieron nombre a muchos cráteres en la Luna, y un monje quien fundó la genética. Por tanto, al anunciar la Buena Nueva tengamos cuidado de no leer la Biblia tontamente y afirmar, digamos, que la Creación ocurrió exactamente en seis días, que no fue así.

Tan defendemos la razón que nos oponemos a sus impostores, aunque se vistan de “ciencia”. La Iglesia es la única institución que se ha opuesto siempre al divorcio, aun cuando “expertos en derecho” reduzcan el matrimonio a un contrato social que puede romperse. No es que lo diga la fe, sino el sentido común: ¿quién le pide a su amada casarse sólo por el fin de semana? También es la única institución que siempre se ha opuesto al aborto, por más que dizque “entendidos” consideren al no-nacido como una excrecencia desechable. Hoy abundan las conversiones al catolicismo por nuestra defensa de toda vida y de la familia.

Ciertamente, nuestra fe en sí rebasa lo que podemos conocer directamente por la razón, pero no es contraria a la razón. Por ejemplo, creemos que Dios es Amor. Y eso tiene mucho sentido, pues sólo Amor pudo ser el autor de tan maravilloso orden del universo.

Entre otras cosas, la Iglesia, por católica —es decir, universal—, acoge a todas las naciones. Por tanto, sin poner a un lado su unidad en la fe, admite la legítima pluralidad de los pueblos. Así, por poner un ejemplo, no es único el código de nuestra vestimenta como ocurre con los mormones o los testigos de Jehová. Entre nosotros hay gran variedad de carismas: que franciscanos, que agustinos, que jesuitas, y los laicos no tenemos que comportarnos como trapenses, bueno, a menos que se nos antoje una buena cerveza.

 

Imagen generado con Ideogram 1.0


 

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