Por P. Fernando Pascual
Hay muchos tipos de recriminaciones y reproches. Algunas de ellas esconden un elemento de interés.
Pensemos en quienes condenan los crímenes de los comunistas en la Unión Soviética.
Normalmente reprochan la falta gravísima a la justicia que se escondía en esos crímenes. Algunos, además, reprochan la falta de coherencia de quienes hablaban de liberar al pueblo mientras oprimían a inocentes.
Al criticar la falta de coherencia se da a entender que uno desearía que los comunistas (y algo parecido se podría decir de grupos que son reprochados con frecuencia) hubieran sido buenos, hubieran trabajado por la justicia.
Descubrimos así cómo detrás de algunas recriminaciones hay un deseo de que los defensores de ciertos ideales hubieran vivido correctamente, hubieran dedicado sus esfuerzos para el bien de los demás.
Este tipo de recriminaciones incluyen, por lo tanto, un deseo de bien: quisiéramos que algunos no hubieran dañado a inocentes.
Desde luego, hay condenas a grupos que implican reconocer una deformación “constitutiva” en los ideales de ese grupo. Así, quienes condenan a los nazis por sus crímenes atroces saben que el nazismo era, en sí mismo, algo perverso.
Pero en otras condenas podemos establecer una diferencia entre el grupo en cuanto tal y quienes comparten sus ideales, al mismo tiempo que desearíamos que los segundos hubieran optado por apartarse de posibles errores en sus ideales, para comprometerse a actuar con justicia y rectitud.
El mundo ha sufrido y sufre por miles de injusticias que dañan a inocentes y que destruyen internamente a los culpables.
Frente a tanto mal, son legítimos reproches y recriminaciones que se orienten a una aspiración buena: que los “malos” dejen de serlo, abandonen el camino de la injusticia, y puedan sumarse al único proyecto que promueve un mundo mejor: el del mutuo amor, que incluye un perdón sincero y restaurador.
Imagen de Andrew Martin en Pixabay