Por P. Fernando Pascual
Hay muchos ruidos que llegan a mi alma. Ideas, sentimientos, miedos, esperanzas.
Tengo un cúmulo de planes, algunos que veo fáciles de alcanzar, otros arduos.
Llevo conmigo, además, el recuerdo de lo que salió bien y de lo que puede ser visto como un fracaso.
En medio de tantas ideas y emociones, me pregunto dónde está la voz de Dios, qué dice a mi alma, cómo interpreta mi vida.
Sé que me creó por amor, sé que ese amor es fiel y nunca me abandonará.
Pero sé también que muchas veces he vivido como si Dios no existiera, como si todo dependiese de mis decisiones y de lo que hacen otros.
Me gustaría tener abierto el oído interior para escuchar lo que me dice ese Dios que es Padre, que me ha hablado en su Hijo, que me ha regalado el Espíritu.
Los ruidos, sin embargo, me aturden, incluso me apartan de lo que sería el buen camino y la verdadera escucha.
Entonces pienso que la Palabra de Dios está escondida, como un tesoro que pocos encuentran y que parece difícil reconocer en mi vida.
Hay ocasiones de lucidez en las que he captado mejor esa Palabra discreta, esa voz respetuosa de un Dios que no subyuga, sino que respeta siempre la libertad de cada hijo.
Luego, por desgracia, he vuelto a pensar desde mis miedos, desde mis planes, desde mis ambiciones, desde mis deseos de triunfo humano.
La voz de Dios espera su momento. Quienes se abren a ella, quienes la escuchan y la convierten en vida, empiezan a ser fecundos.
Como ocurre cuando la semilla cae en tierra buena, los corazones transformados por tu Palabra experimentan una profunda alegría y empiezan a ser levadura en un mundo hambriento de esperanza.
Hoy quisiera, Señor, abrirme a tu Palabra escondida, reconocer lo que haces en mi alma, dejarme purificar por tu misericordia, y descubrir que mi vida es estupenda porque siempre me amas…
Imagen de Albrecht Fietz en Pixabay