Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

A qué nivel de degradación moral nos encontramos los moradores de esta bella tierra que llamamos México, díganlo los estudiosos de las múltiples ciencias humanas que de estos asuntos se ocupan, si es que todavía creen tener en su haber profesional los elementos de juicio suficientes para detectarlo y medirlo. Los que somos consumidores de noticias, oyentes obligados de narrativas infrahumanas, padecemos la tentación de que el asombro cierre la puerta a toda esperanza y remedio. Los aficionados a la lectura de novelas y quienes han entrado en contacto con la tragedia clásica, algo nos enseñan de los vericuetos del alma donde se gestan las miserias; aunque, para estos últimos, siempre bajo la tiranía de los dioses, orígenes de su maldad, lo cual conlleva el descargo moral que todo lo banaliza y confunde.

Los que, gracias a nuestra fe, algo hemos aprendido de la conducta humana en trato personal con nuestro Dios y creador, tenemos en los relatos bíblicos un mapamundi de todas las pasiones humanas, y los correspondientes gestos de la benevolencia divina, en un escenario donde se aprende que, más allá de las humanas flaquezas, perdura incólume el motivo inicial de la existencia, el amor. Los relatos bíblicos llevan consigo el grito alentador de no perder la esperanza, única fuerza vencedora del mal.

En el primer juicio de la historia humana —actores Dios, Adán-Eva, la serpiente— tenemos el modelo donde caben todas las intervenciones divinas que tejerán la trama torcida de las conductas humanas con los hilos dorados de la divina misericordia. Dejémonos de especulaciones y tomemos lo nuestro y aceptemos la realidad brutal del pecado y de sus consecuencias, con el taxativo juicio de Dios: “Al hombre yo pediré cuentas de la vida de su hermano… porque Dios hizo al hombre a su imagen”.

Es verdad insoslayable que la dignidad del hombre radica en esa misteriosa semejanza con Dios, que lo hace no sólo poseedor de inteligencia, pensamiento y voluntad, sino de libre albedrío, de libertad, y, por tanto, de responsabilidad infinitas. Es la única creatura amada por sí misma, capaz de dialogar con su Creador. Este don divino es para cada ser humano, sin excepción ni retracción, por siempre jamás. “No se puede separar la fe de la defensa de la dignidad humana, la evangelización de la promoción de una vida digna y la espiritualidad del compromiso por la dignidad de todos los seres humanos, cualquiera que sea la situación en que se encuentren”, leemos en el reciente documento pontificio.

Es importante matizar el significado que ciertos adjetivos asocian a esta dignidad infinita, esencial del ser humano. Se suele hablar de dignidad social o de dar diversos grados a esta dignidad. Son meros adjuntos sociales al sustantivo, sin cambio ni mutación. La denominación de “dignidad moral”, como toca la libertad y responsabilidad personal, califica hasta cierto punto a la persona y a su dignidad, pero sin destruirla. A un perverso se le atribuye escasa o ninguna dignidad moral, lo que ciertamente afecta el aprecio por la dignidad, pero no la sustrae ni la borra. Dios no creó un títere sino una imagen suya. El criminal más pervertido no pierde su dignidad humana, y precisamente por eso tendrá que rendir cuentas. Confrontar su imagen actual maltrecha con la recibida de Dios.

“La sociedad que mira estas cosas con indiferencia está ya infectada hasta la médula. En una palabra, el derecho conferido a un hombre para inferir castigos corporales a un semejante suyo es una de las peores llagas de nuestra sociedad y medio más seguro de extinguir el amor al prójimo. Este derecho contiene los gérmenes de una descomposición inevitable, inminente”, escribió F. Dostoievski en sus “Memorias de la casa muerta”, tras haber convivido con criminales, torturadores, tiranos y similares.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de mayo de 2024 No. 1506

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