Somos la única religión de la tierra que puede afirmar con absoluta certeza que Dios vive entre nosotros, está presente corporalmente en el sagrario.

Por Rebeca Reynaud

¿Te falta fe? Póstrate ante el Santísimo.

¿Te falta amor? Póstrate ante el Santísimo.

¿Quieres la conversión de algún familiar? Póstrate ante el Santísimo.

¿Te preocupa lo que ocurre? Póstrate ante el Santísimo. Él está allí esperándote; Él desea amarte. Él desea derramar sus bendiciones en tu vida personal. No dudes de que te ama.

Tenemos que prestarle la mayor reverencia posible.

“La Eucaristía —dice Félix María Arocena— representa el don de una generosidad sin límites, el amor llevado hasta el infinito. En ella reside todo el bien de la Iglesia. Es el corazón vivo no sólo de las grandes catedrales, sino también de las pequeñas y pobres cabañas de misiones”.

La Eucaristía ha sido definida por la Constitución dogmática Lumen gentium como “fuente y cumbre de toda la vida cristiana” (n. 11).

San Juan Pablo II quería suscitar en nosotros el asombro eucarístico porque de ese asombro vivimos. “Quien comulga a Cristo se hace uno con él, tal como lo hacen dos pedazos de cera al derretirse”, escribía San Cirilo.

En la comunión, el creyente se transforma en un hombre nuevo. Por eso el Papa dice que, “para evangelizar el mundo se necesitan apóstoles “expertos” en la celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía” (Juan Pablo II, Educación y misión, 78ª Jornada Misionare Mundial).

Jesús deseaba quedarse con nosotros, era su “sueño dorado” y se quedó. Le dice el Señor a una mística francesa, llamada Gabriela Bossis: “¿Te has fijado en que yo no tuve nada mío? Ni siquiera la casa en la cual realicé mi sueño dorado de la Eucaristía…” (El y yo, 1er Cuaderno, n. 298).

San Juan María Vianney predicaba: “Hijos míos, no hay nada tan grande como la Eucaristía. ¡Poned todas las buenas obras del mundo frente a una comunión bien hecha: será como un grano de polvo delante de una montaña!”[1]. Y continuaba: “¡Qué felices son las almas puras que tienen la dicha de unirse a Nuestro Señor en la comunión! En el cielo brillarán como bellos diamantes (…). ¿Qué hace nuestro Señor en el sacramento de su amor? Él coge su buen corazón para amarnos, y de él hace salir un río de ternura y de misericordia para ahogar los pecados del mundo. Sin la divina Eucaristía, nunca habría felicidad en este mundo”.

El milagro eucarístico de Lanciano

En el siglo VIII tuvo lugar uno de los más grandes milagros eucarísticos, en la pequeña iglesia de San Legonziano, Italia, por la duda de un monje basiliano acerca de la presencia real de Jesús en la eucaristía.

Durante la celebración de la Santa Misa, hecha la doble consagración, la hostia se transformó en carne viva así como el vino en sangre viva, agrumándose en cinco glóbulos irregulares de distinta forma y tamaño.

La Hostia-Carne, como aún hoy se conserva, tiene el tamaño de una hostia grande; es ligeramente parda y adquiere un tinte rosáceo si se ilumina por el lado posterior. Desde 1713, la carne se conserva en un ostensorio de plata. La Sangre está contenida en una rica ampolla de cristal de roca.

Los Frailes Menores Conventuales tienen bajo su custodia el santuario desde 1252. En la Carne están presentes, en secciones, el miocardio, el endocardio, el nervio vago y, por el relevante espesor del miocardio, el ventrículo cardiaco izquierdo. La Carne es un corazón completo en su estructura esencial. La Carne y la Sangre tienen el mismo grupo sanguíneo: AB, el mismo que el que tiene la Sábana Santa de Turín.

En la Sangre se encontraron las proteínas normalmente fraccionadas, con la proporción en porcentaje, correspondiente al cuadro sero-proteico de la sangre fresca normal. En la Sangre se encontraron también minerales, tales como cloruro, fósforo, magnesio, potasio, sodio y calcio.

La conservación de la Carne y de la Sangre, dejadas al estado natural por espacio de trece siglos y expuestas a la acción de agentes atmosféricos y biológicos, es de por sí un fenómeno extraordinario.

Son innumerables las iglesias en las que Jesús está presente, y muchas veces está solo. Amable lector: Ve a ellas, al menos con tu espíritu, y suple las faltas de amor de los demás. Dile: Ardientemente he deseado venir a verte para decirte que te amo. Déjame ir, Cordero de Dios, a tu altar celestial. Ardientemente deseo consumirte, Pan de Vida. Deja que te ame, y ábreme las puertas de la Vida. ¡Ven, Señor Jesús!

El sagrario es nuestro corazón –cuando está en gracia-, imaginarnos a Jesús allí dentro y darle gracias.

[1] José Pedro Manglano, Orar con el Cura de Ars, Desclée de Brouwer, España 2000, n. 5.8, p. 106.

 
Imagen de Mirosław i Joanna Bucholc en Pixabay


 

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