Por Jaime Septién

El 5 de mayo se han cumplido 35 años de un acontecimiento singular. La multitudinaria recepción del nuevo obispo de Querétaro, don Mario De Gasperín Gasperín, en el Estadio de la Corregidora. Una recepción que causó revuelo, sobre todo porque hubo voces que clamaban por la ruptura que se había producido en la separación de Iglesia-Estado.

A 35 años de ese diferendo que terminó en nada pero que marcó el inicio de una nueva época, recuperamos el fragmento de la biografía de monseñor De Gasperín (¿Qué hay por el mundo?) en el que se narran las circunstancias que confluyeron aquel día en el que quedó claro que la fe es mucho más grande que las disposiciones legales de un Estado que consideraba a los católicos como ciudadanos de segunda división. Además, es un pequeño homenaje a quien El Observador y Querétaro deben tanto.

DE LAS PALMERAS A LAS CAMPANAS

El martes 4 de abril de 1989, en Guadalajara, el delegado apostólico Girolamo Prigione dijo a los periodistas que al día siguiente iba a salir a la luz pública el nombramiento del octavo obispo de Querétaro. Adelantó que se trataba de un filósofo y humanista, destacado, también, por su lucha por los derechos humanos y la dignidad de la persona. Es más, dijo, es “uno de los valores del episcopado mexicano”.

El retrato que hizo Prigione era exacto. Sin embargo, los periodistas queretanos quedaron en ascuas: barajaron nombres. Con esos antecedentes rebuscaron en sus archivos para dar la primicia a sus lectores en la edición del 5 de abril. Al no encontrarlas, no tuvieron que esperar mucho, pues al día siguiente, a las 5 de la mañana tiempo de México, la Sala de Prensa y L’Osservatore Romano daban a conocer que el Papa Juan Pablo II había nombrado al joven pero ya experimentado obispo Mario De Gasperín Gasperín de 54 años cumplidos el 18 de enero de ese año.

Los tres periódicos de circulación diaria, Noticias, Diario de Querétaro y AM, se dieron a la tarea de buscarlo. Como Prigione, don Mario se encontraba en Guadalajara. Le preguntaron qué sabía y qué esperaba de Querétaro. Con el tono zumbón de los veracruzanos, y la ironía propia de los italianos que llegaron a México, sin salirse por

peteneras, respondió: “Bueno, en Tuxpan y en Querétaro los problemas son distintos, pero la Iglesia es la misma y el hombre…, más o menos el mismo”. No en balde, uno de sus maestros en el episcopado de Xalapa había sido (y lo siguió siendo hasta mucho tiempo después), el cardenal Sergio Obeso: un surtidor de anécdotas impresionante; un conversador irónico deslumbrante, un hombre de Dios y de la Iglesia (de esos que la Iglesia necesitará siempre).

Un mes más tarde del anuncio, 5 de mayo de 1989, llegó a Querétaro. Lo hizo en automóvil, entrando por la caseta de peaje de Palmillas que marca el límite del Estado con el Estado de México. Nada más cruzar la caseta, bajó del coche y besó tierras queretanas. Lo acompañaban Prigione, Panchito Urquiza y el padre Luis Landaverde.

En San Juan del Río no lo dejaban pasar y luego no lo dejaban irse. El gentío estaba de fiesta. Le acercaron un niño, lo cargó en brazos. Sintió el aliento de un pueblo peregrino. Don Mario conocía la larga tradición de “la pere” al Tepeyac; la devoción a Guadalupe y a la Virgen del Pueblito. Se había instruido, desde que el Delegado le había comunicado (otra vez) el nombramiento (que para don Mario era una orden y una respuesta de obediencia) de San Juan Pablo II que dejara las costas floridas y los agrestes pueblos indígenas de la Sierra Madre Oriental y bajara (más bien, subiera, pues Querétaro se encuentra a 1,820 metros de altura sobre el nivel del mar) al Altiplano para hacerse cargo de una diócesis que contiene en su territorio los 18 municipios del Estado de Querétaro y siete municipio del Estado de Guanajuato (Atarjea, Doctor Mora, San José Iturbide, Santa Catarina, Tierra Blanca, Victoria y Xichú).

Fue tan grande la expectativa que el AM lo considero como un obispo “revolucionario” y otros periodistas hablaban de don Mario como un obispo “abierto”, de “centro”. México acababa de salir de la caída del sistema, la fundación del PRD, el inicio del gobierno de Carlos Salinas de Gortari.

¿UN OBISPO EN UN ESTADIO DE FÚTBOL?

Vientos de cambio soplaban en el mundo. Gorbachov y la perestroika estaban a punto de hacer colapsar el Muro de Berlín, junto con el trabajo de san Juan Pablo II, el deseo de Ronald Reagan y la labor de zapa del sindicato Solidaridad de Lech Walesa.

En Querétaro gobernaba Mariano Palacios Alcocer, de familia católica. ¿Por qué no iba a ser el Estadio Corregidora el que recibiera multitudinariamente al nuevo obispo? Lo fue. Y el escándalo resultó mayúsculo. La masonería, siempre dispuesta a llegar tarde a donde nunca pasa nada, puso el grito por encima del gran arquitecto o lo que sea en lo que creen.

¿Cómo? ¿Un obispo de la Iglesia católica recibido en un lugar en donde se juega al fútbol; un lugar público? La Constitución, promulgada a un par de kilómetros de la cancha mundialista, en el Teatro de la República, templo y trono de la masonería, ¿no sería violada por ese acto de entreguismo al clero? A mil kilómetros de distancia de los juegos mentales de la política, el pueblo fiel dijo que no había tal. Que el obispo es el obispo. Sucesor de los apóstoles. Y que los que se enojen, que con su pan se lo coman.

El fervor popular acalló las consignas del oficialismo revolucionario. Aquel viernes 5 de mayo de 1989, después de San Juan del Río, la comitiva que traía consigo al octavo obispo de Querétaro llegó a la orilla del río, al Hospital del Sagrado Corazón de Jesús, para que el nuevo mitrado recibiera la bendición de un convaleciente Alfonso Toriz Cobián, quien había gobernado la diócesis desde 1958 hasta su renuncia canónica en el año de 1988.

Luego, la apoteosis: 40,000 fieles en las tribunas del Estadio Corregidora. Nueve arzobispos y 24 obispos arroparon a don Mario. Así como todos los sacerdotes y seminaristas de la diócesis y de otros lugares de México, entre ellos don Modesto y doña Margarita, sus padres.

De inmediato, los partidos de izquierda, especialmente el extinto Partido Popular Socialista (PPS) y el sector más recalcitrante del partido en el poder, llamaron a la Secretaría de Gobernación. Se quejaron ante el secretario del ramo, el veracruzano Fernando Gutiérrez Barrios, de “violación flagrante” de la Constitución, de que se estaba desbordando la “separación Iglesia-Estado” y pidieron que se condenara a los culpables de haber dado el permiso: el gobernador Palacios Alcocer o, ya de perdida, al presidente municipal de Querétaro (entonces todavía no recuperaba el Santiago), Braulio Guerra Malo.

Como suele suceder con las cosas en el país, no pasó nada. Algún apercibimiento, un coscorrón, y a seguir haciendo “grilla”. El haber propuesto a un estadio de fútbol como “Iglesia por un día” (eso decían los representantes del PPS) era un delito y el Gobierno de Salinas de Gortari tendría que actuar en consecuencia. La polémica pronto quedó en silencio.

Pero el mensaje de aquella Misa, bajo el templete colocado en la cancha del Estadio que había visto, tres años antes, en el Mundial de 1986, a las selecciones de España, Alemania, Uruguay, Escocia y Dinamarca, fue claro. Y caló hondo: el nuevo obispo venía a trabajar por la unidad del presbiterio, a impulsar la presencia de los laicos en las labores sociales, culturales y misioneras de la Iglesia y a generar algo que ya había madurado en Tuxpan: un plan diocesano de pastoral que diera sentido de conjunto a lo que podría perecer, desperdigado o amenazado por el individualismo.

TENEMOS UNA PATRIA POR CONSTRUIR

El resumen quedó grabado en la mente de todos los que acudieron a aquella cita histórica (algunos periodistas decían que “había llenado el Estadio como solamente lo había hecho otro hombre: el cantante escocés Rod Stewart”): “Que nadie se quede ocioso”. Los años venideros confirmarían que el obispo don Mario no estaba hablando al vacío ni pergeñando un proyecto plagado de ilusiones. Cumplió, a cabalidad, cada uno de los postulados en su homilía inaugural.

Y muy pronto, don Mario se dio cuenta de la piedad queretana. El domingo 9 de julio de ese mismo 1989, le tocó encabezar la 103 Peregrinación Varonil y la 31 de las mujeres de Querétaro al Tepeyac.

Desde la Misa del Buen Viaje celebrada en La Noria hasta la recepción en la explanada de la Basílica de Guadalupe frente a miles de peregrinos y sus familias, el nuevo obispo de Querétaro quedó prendado de su diócesis. Los estandartes de 179 grupos masculinos que componían la columna principal y los de 55 femeninos, ondearon frente a la Morenita del Tepeyac. Y en la homilía, don Mario arremetió contra el aborto, la mentira, la corrupción. Pidió siempre hablar con la verdad y repitió lo que había dicho en La Corregidora: que nadie debería estar ocioso en tiempos oscuros. “Tenemos –dijo– toda una patria por construir. Vamos a redificar nuestra casa, restauremos la Iglesia y rehagamos nuestra sociedad para hacer de este México un país libre y sano, hasta que sea el hogar fraterno de todos los mexicanos”.

El inicio de su episcopado queretano estaba dibujado en esos dos acontecimientos multitudinarios. Los laicos no eran personajes de segunda división. El gobierno había administrado muy mal la fortaleza de México. La verdad debería imponer a la pseudo cultura de la corrupción, a la de la simulación, a la de la mentira institucionalizada.

Como dirá un poco más tarde su casi coetáneo Jorge Mario Bergoglio (nacido en 1936) en uno de sus Te Deum en Buenos Aires, don Mario señalaba —a los pies de la guadalupana— que había que echarse la patria al hombro. Como Bergoglio, era hijo de inmigrantes. Como el futuro Papa Francisco, aprendió desde niño, lo que es poder llamar a un suelo como suyo. Y la enorme responsabilidad de cuidarlo más allá de las proclamas y de los lamentos inútiles. Más allá del nacionalismo ramplón o el chauvinismo infértil. Le quedaban veinte años por delante para presentar al Papa que entonces estuviera en funciones su renuncia canónica (el entonces lejanísimo 19 de enero de 2010), veinte años para trabajar en esos temas en su diócesis. Lo cumplió con creces. Se echó la patria al hombro. Y la diócesis de Querétaro, también.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de mayo de 2024 No. 1504

Por favor, síguenos y comparte: