Por P. Fernando Pascual
Un diario refleja ideas y sentimientos de una vida concreta. Si esa vida está sumergida en un drama, el de un pueblo perseguido, el diario se hace especialmente intenso.
Así es el diario de Etty Hillesum (1914-1943), hebrea holandesa que sufrió, como millones de hebreos, una persecución absurda.
En una página de su diario se intuye un profundo espíritu de oración, de esperanza, de lucha, incluso de humanidad hacia el enemigo.
La fecha de esa página: viernes, 3 de julio de 1942. Los Países Bajos están ocupados por la Alemania nazi. Etty empieza a escribir:
“Al fin y al cabo siempre llevamos todo con nosotros, Dios, el cielo y el infierno, la tierra, la vida y la muerte y siglos, muchos siglos. Los decorados y la acción de las circunstancias externas cambian. Pero nosotros lo llevamos todo con nosotros”.
En seguida, su mirada se dirige hacia eso externo que cambia y rodea su vida y la vida de cada ser humano:
“Las circunstancias no son decisivas nunca, ya que siempre hay circunstancias, buenas o malas, y hay que aceptar el hecho de que haya buenas y malas circunstancias. Ello no impide que uno dedique su vida a mejorar las circunstancias. Pero hay que saber por qué motivos lucha uno. Y hay que empezar por uno mismo, cada día otra vez consigo mismo”.
Los pensamientos se desarrollan en su interior. Desea a veces que sean muchos, pero luego se da cuenta de que también no tener pensamientos puede ser fecundo.
Sigue con sus reflexiones:
“En los últimos das han ocurrido muchísimas cosas en mí y ahora, por fin, algo ha cristalizado. He mirado fijamente nuestra perdición, nuestra probable, miserable perdición, que ya se anuncia en muchos detalles insignificantes de la vida cotidiana. Esta posibilidad ha logrado refugiarse en un sitio entre mis sentimientos sobre la vida, sin que éstos pierdan por ello fuerza”.
El mal está presente con una fuerza aplastante. Pero Etty no se deja destruir:
“No estoy amargada y no me rebelo. Tampoco estoy ya desanimada ni estoy resignada en absoluto. Mi evolución continúa sin trabas día a día, incluso teniendo en cuenta la posibilidad de nuestra destrucción. No quiero coquetear con palabras que al fin y al cabo solo evocan malentendidos: he saldado cuentas con la vida. A mí ya no me puede pasar nada, ya que al fin y al cabo no se trata de mi persona, y no tiene importancia si sucumbo yo u otra persona, sino que se trata de la perdición en general”.
Etty se abre a la posibilidad de la muerte, de su muerte, con ojos diferentes:
“Mi vida se ha ampliado de tal manera que miro la muerte, la perdición, a los ojos y las acepto como una parte de la vida. Uno no debe sacrificar de antemano una parte de la vida a la muerte que uno teme y contra la que se rebela. La rebeldía y el miedo solo nos dejan un mísero y mutilado resto de vida, algo que apenas puede llamarse vida. Suena casi paradójico: cuando uno deja fuera de su vida la muerte, la vida nunca es plena, y cuando se incluye la muerte en la vida, uno la amplía y enriquece”.
Declara que hasta ahora nunca ha visto un muerto, lo cual puede parecer extraño si reconocemos que estamos en un mundo donde hay millones de cadáveres.
“Es verdad que algunas veces me he preguntado cómo veo en realidad la muerte. Pero nunca lo he tomado seriamente en consideración con respecto a mi persona. Para eso no había llegado aún el momento. Y ahora la muerte está ahí, en su plenitud, por primera vez, y aun así es como un viejo conocido que forma parte de la vida y que debe ser aceptada”.
Sus reflexiones fluyen. Escribe con soltura. Mira el reloj. Va a continuar:
“Bien, ahora puedo acostarme tranquilamente. Son las diez de la noche. Esta noche no he hecho mucho. He liquidado en esta calurosa ciudad pequeños asuntos, teniendo que sufrir las ampollas de los pies. Me sobrevino un gran cansancio e inseguridad”.
Narra dos encuentros significativos, uno que termina en un abrazo. Otro con uno que podría llamar “enemigo”:
“A pesar de que este día no me ha aportado nada, salvo la necesaria y total confrontación con la muerte y la perdición, no debo olvidarme del soldado alemán que estaba junto al quiosco con una bolsita de zanahorias y una coliflor. (…) Supe que esta noche rezaría también por el soldado alemán. Uno de tantos uniformes, ahora también tiene cara. Y seguro que habrá muchos con una cara así, en la que podamos leer algo que entendamos. Él también sufre. No existen fronteras entre la gente que sufre. A ambos lados de todas las fronteras se sufre y hay que rezar por todos. Buenas noches”.
Quiere terminar, pero vuelve de nuevo a su diario, y añade un último párrafo:
“Desde ayer soy otra vez más vieja, de un tirón, muchísimos años mayor, y estoy más cerca de la muerte. El abatimiento se ha disipado y, en su lugar, ha aparecido una fuerza más intensa que antes. Y además esto: cuando se llegan a conocer las propias fuerzas y las propias limitaciones y se aceptan como hechos dados, aumenta la fuerza. Todo es tan simple, para mí está cada vez más claro y me gustaría vivir mucho tiempo para aclarárselo también a otros. Y ahora, de verdad, buenas noches”.
Buenas noches. El sueño llega. La mente de Etty ha mirado de frente a la vida y a la muerte, ha pensado en abrazos y miedos. Incluso un soldado alemán ha tomado forma y rostro. Reza por él, un enemigo.
Etty Hillesum quería vivir mucho tiempo para enseñar a otros. Murió al año siguiente, en Auschwitz. Quizá al dirigirse al tren de la muerte, al mirar los rostros de soldados alemanes, buscaría a aquel por el que rezó un día.
Tal vez ese soldado, con el pasar del tiempo, abriría los ojos de su alma para reconocer el terrible mal al que contribuyó activamente, y la puerta abierta a un bien que le fue abierto gracias a la oración de una de sus víctimas: una joven hebrea llamada Etty…
(Los textos aquí reproducidos pertenecen a esta edición: Etty Hillesum, Una vida conmocionada: diario, 1941-1943, Anthropos 2007).
Si desea saber más sobre Etty Hillesum, puede consultar este artículo en Aleteia.