Por Arturo Zárate Ruiz

Podría decirse que algunas actitudes contemporáneas —aunque más bien añejas— son indicadores de una añoranza del Edén, añoranza que podrían algunos interpretar como deseo de reencontrar a Dios.

Una de esas actitudes es el disgusto por la industrialización y todo lo fabricado de manera automatizada.  Ciertamente, lo industrializado no sólo es impersonal, sin ningún rastro de un artesano; implica además un sistema de vida en que el jardinero (el trabajador) se ve obligado a trabajar lejos de su jardín (su taller) en el jardín (fábrica) de otros (¡atiza!, los capitalistas).  Ya no es un sujeto con rostro, sino una pieza reemplazable en una maquinaria, algo muy distinto al trato original, personal, que tuvo Dios con Adán en el Edén.

¿Es alternativa volver cada uno a su taller artesanal?  Tal vez nos convenga no idealizar. No todos, en tiempos preindustriales, tenían su taller.  Había dueños y patrones, pero también siervos y, no pocas veces, esclavos. No quiero decir que en el mundo automatizado la justicia brille, pero no por ello se debe suponer que sí resplandecía antes. Ciertamente los productos artesanales suelen ser más bonitos y cada cual único, hecho por separado por diestras manos. Pero por lo mismo son mucho más caros. Además, no ofrecen los adelantos propios de los productos industriales, muchos de ellos ahora en gran medida indispensables, como los celulares, los televisores, el papel de baño, tan codiciado durante el covid; productos que además no es posible fabricar en un solo taller sino en muchas fábricas, pues sus partes se confeccionan en distintas plantas industriales en redes productivas mundiales.  ¿Queremos prescindir de ellos rechazando del todo la industrialización?

El disgusto por la urbanización es antiguo.  Ya el poeta latino Virgilio sugiere que la felicidad decrece según se desliza uno de la campiña (Bucólicas), a la plantación (Geórgicas), a la gran ciudad (Eneida). Las novelas pastoriles del renacimiento, antecesoras de la literatura rosa, conciben como único dolor de los pastorcitos y pastorcitas el no ser en el amor correspondidos.  Créanme que, para mí, son muchos más los sufrimientos: no hay agua corriente en tu casa, ni calles pavimentadas, muchas veces ni electricidad, y el polvo, las garrapatas y mosquitos te torturan por doquier, no hablemos del calorón aquí en el norte.  Ni olvidemos: ¡pueblo chico, infierno grande!

La alternativa de muchos disgustados es el naturismo. Nada de productos procesados, sólo los “orgánicos” recién cortados de un arbolito en el bosque de niebla.  De ser posible, ni la misma agricultura pues privilegia unas plantas sobre otras; muy deseable el veganismo para no maltratar ni a las abejas.  No faltan quienes promueven el nudismo, dizque porque es lo “natural” (aunque no puedo dejar de pensar que lo promueven no pocos pervertidos). Si te enfermas, un tecito basta.

He estado varias veces internado en un hospital y le doy gracias a Dios que me atendieron médicos, no el yerbero. No estoy en contra de los remedios caseros, pero reconozco que la ciencia médica y toda ciencia y tecnología buenas han contribuido a mejorar nuestras expectativas de vida.  Antes morían los niños como moscas, hoy algunos políticos crueles quieren matar a los viejitos para no pagarles su jubilación.

«Naturam Minerva perficit», como decían en latín: «Minerva perfecciona la naturaleza». Eso ocurría ya en el verdadero Edén, antes de la caída de Adán y Eva, cuando Dios les encomendó el dominio de su jardín: «Llenen la tierra y sométanla. Tengan autoridad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra». Les dio potestad para perfeccionar su Creación, no para no conseguir de ella mayor rendimiento, como prefirió el siervo infiel y perezoso que enterró sus talentos.

Por supuesto, no es admisible el maltrato innecesario de los animales ni el descuido del medio ambiente, como nos lo advierte el papa Francisco en Laudato si.  Pero eso no quiere decir (Jesús comió cordero y pescado) que comamos sólo bayas y yerbas “orgánicas”, que, si tenemos imaginación para creer en un falso Edén, mejor no las comamos porque sufren ellas al masticarlas.

 
Imagen de superjiom en Pixabay


 

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