Por Rebeca Reynaud

Los seres humanos somos impredecibles. A veces pasa que alguien va muy bien y de repente “se tuerce”. Estamos en una época de confusión moral. Los hijos están desprotegidos cuando no conocen a fondo el Catolicismo ni la Biblia, tal vez tratan poco o nada a Dios, y por ello, se los puede llevar el “viento” de las ideologías, del relativismo (todo es relativo, nada es absoluto), del hedonismo (sólo busco el placer), y desconocen que hace 40 años en Cuaresma, el ambiente era otro-, casi nadie iba al cine ni a fiestas, y escuchaba poca música para acompañar a Jesús en sus 40 días de ayuno en el desierto. Si no hay un poco de sacrificio, de mortificación voluntaria por amor a Dios, el cuerpo nos lleva, nos arrastra, las pasiones se pueden desbocar.

Si amas a alguien, no seas motivo para tenga la posibilidad de perder la entrada al Cielo. Sólo Dios juzga y, cuando hay arrepentimiento, siempre perdona. Pero, ¿nos perdonaremos nosotros mismos? Eso no lo sabemos. En principio sí, pues nos sabemos capaces de todos los errores y de todos los horrores.

Si una persona que se aleja de Dios, va cayendo en lo que no imaginaba: el alcohol, la droga, el amor libre, la prostitución y otras desviaciones, y se le va haciendo insoportable lo relacionado con el Señor, con Dios.

Dios tiene la gran ilusión de que sepamos usar bien la libertad, aunque haya caídas. Él cuenta con ellas, por eso nos regaló el sacramento de la Reconciliación, y para darnos fuerzas para superar las dificultades, nos da el alimento de su Cuerpo.

Lo peor que nos puede pasar a los seres humanos es no discernir entre el bien y el mal. Antes de hacer cualquier decisión importante, es muy recomendable ir al Sagrario y platicarlo con el Buen Jesús, con nuestro Buen Pastor. Lo que está en juego es mucho.

La infidelidad del esposo golpea a toda la familia fuertemente. A veces herimos a quienes más queremos. ¿Qué sucedería si la mujer hace lo mismo que el varón? Los hijos te pueden decir que “no hay problema” pero ¿qué sucedería en sus almas? Eso no lo sabemos a ciencia cierta.

El profeta Ezequiel dice que, un hombre que repudia a su mujer, si ésta se une a otro, y luego este segundo la deja, no debe de ser aceptada por el primero. Pensé que a la mujer le toca esperar que el marido rectifique, aunque tarde, pues a Dios no le agrada que haya segundas uniones si el cónyuge no ha muerto. Es un pecado doble: contra Dios y contra el cónyuge. Y no es que Dios no quiera nuestra felicidad. De hecho, es lo que más quiere, por eso nos compró el Cielo con su Sangre. Nos ofrece una felicidad eterna e infinita, a cambio de una vida de fidelidad a Dios y a los compromisos adquiridos. Ante el altar los cónyuges se comprometen a ser fieles mientras dure la vida, a ayudarse, a sostenerse, y si uno no cumple, que al menos el otro sí lo haga.

Todos somos libres para hacer de nuestra vida lo que queramos, pero no pongamos en peligro la felicidad eterna, la que dura “para siempre”. Cristo no juega al hablar 23 veces en el Nuevo Testamento del lugar de tormento eterno. No hay que hacer inútil su Sangre en nosotros.

Dios no tiene la culpa de nuestras in fidelidades, ésas son acciones muy personales –fruto de una libertad mal usada-, las podemos firmar como propias, como todo pecado. Por eso Jesús nos recomienda rezar así: Padre, “no nos dejes caer en tentación”, pues podemos caer en ella por debilidad o por mal corazón.

Hay quienes afirman: “Dios no existe”: La Biblia dice que eso sólo lo dice el necio. El literato ruso Dostoieski dice: “Si Dios no existe todo está permitido”, pero él sí creía fuertemente en Dios. El Apóstol San Juan dice: “Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe”. Por ello hay que pedir al Cielo, con todas nuestras fuerzas, más fe cada día.

Dios nos ama más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos. Dios nos tiene preparado un banquete celestial en donde vamos a encontrar todas las delicias y una música nunca oída por oído humano, y nos espera con un rostro amable y un abrazo de Padre.

 
Imagen de Anja en Pixabay


 

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