Por Mauricio Sanders

Antes de que el 5 de febrero fuera el Día de la Constitución, era la fiesta de san Felipe de Jesús, quien nació en la Ciudad de México, en lo que entonces se conocía como Las Indias. Al negarse san Felipe a hacer carrera en el comercio, el padre le hizo aprendiz de platero, para que hiciera algo de provecho, pues Felipe era uno de esos jóvenes a quienes se puede aplicar el dicho: “padre comerciante, hijo caballero, nieto pordiosero”.

Cuando Felipe se aburrió de la plata, le dio por ingresar como carmelita descalzo en Puebla. Aunque no sentía vocación, tenía el sentimiento de los dieciocho a los veinticinco: saber que estás perdiendo el tiempo sin saber ni qué hacer contigo mismo, pero con ganas de encontrar un destino, de perdida el que un hermano mayor preparó para ti. Dos de los hermanos de san Felipe de Jesús eran frailes y de fraile Felipe quiso fabricarse una vida, pero también la dejó a medias.

ESTAMOS HABLANDO DE UN SANTO

Entonces los padres de Felipe hicieron lo peor que pudieron haber hecho: malcriar a su hijo y consentirle sus caprichos. En lo que se encontraba a sí mismo, lo mandaron a Filipinas para que pusiera una tienda. Al llegar, Felipe se parrandeó el negocio en ropa, mujeres y fiestas. Cuando acabó la pachanga y Felipe amaneció bien crudo, algo cambió en su alma, algo que en un hombre normal se hubiera manifestado como buscarse una muchacha decente, formar una familia y sentar cabeza atrás de un mostrador.

Pero estamos hablando de un santo. Por tanto, en vez de amansarse, san Felipe de Jesús entró en el noviciado de los franciscanos y no sólo dejó la fortuna de sus padres, sino que dejó hasta el apellido. Como novicio en el convento, Felipe pidió ser enfermero, el trabajo más pesado y menos reconocido. En la enfermería lo encontró el padre prior cuando fue a notificarle que tenía que embarcarse de regreso a la Nueva España en el primer galeón.

UNA DERIVA INSOSPECHADA

Al galeón de san Felipe de Jesús le fue bastante mal. Ya demasiado lejos de Filipinas para volver atrás, lo azotó una tormenta que le hizo perder el timón. El barco quedó a la deriva y las corrientes lo llevaron hasta Japón, a donde los extranjeros tenían prohibida la entrada en ese tiempo.

Felipe fue a ver al emperador, para solicitarle que pusiera en libertad a los pasajeros y tripulantes del galeón desafortunado. Hizo el viaje a pie, sin llevar mochila ni dinero. Por supuesto, a los dos días tenía ampollas, frío, hambre y sueño. Cuando llegó a la corte, iba en cueros y molido a palos. Para acabarla de amolar, la embajada no tuvo éxito. A Felipe lo apresaron y los carceleros ejecutaron sobre él la condena que mandaba cortar a los malhechores el lóbulo de la oreja izquierda y desgarrarles la nariz.

TENÍA VEINTICINCO AÑOS

Después, Felipe fue conducido desde Kioto hasta Nagasaki en un viaje que duró treinta días por tierras “destempladas y frigidísimas”, unas veces a pie y otras en carros. Un heraldo iba por delante, proclamando la sentencia de muerte de Felipe y sus compañeros. Al llegar a la cruz donde fue colgado el 5 de febrero de 1597, Felipe se postró y la veneró. Tenía veinticinco años. Sus últimas palabras fueron: “Jesús, Jesús, Jesús”.

Antes del 5 de febrero de 1917, en la fiesta de san Felipe de Jesús los mexicanos celebraban un modelo de mexicanidad consagrado en la constitución no escrita de la patria. Ahora, en esa fecha conmemoran el derecho positivo mexicano. Hubiera estado padre que ambos tuvieran su día.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 23 de junio de 2024 No. 1511

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