Por Arturo Zárate Ruiz

En gran medida, el progreso material es real y deseable. Medios de comunicación más rápidos, más y mejores medicinas, más avanzada ciencia y tecnología, más y mejores alimentos, mayores oportunidades en escuelas superiores, más información disponible y rapidísimo, el dar por sentados servicios como la electricidad, el agua corriente, la limpieza y el transporte públicos, entre otros. Uno puede aun suponer, según se observa, que este progreso material, por acumulativo, es imparable.

¿Pero es todo esto razón para envanecerse?

Lo hacemos cuando afirmamos ser, sólo por este progreso material, mejores que en cualquier otra época o lugar. Como nuevos ricos —tal vez como los vecinos narcos—, nos pavoneamos, tras mostrar el diente de oro, segurísimos de merecer el tratamiento de “ciudadanos más importantes de toda la comunidad”. Como niños millonarios, fuera de un club exclusivo, alardeamos no de papá, sino del guarura más fuerte y temible (lo he visto).

Aun cuando la vanidad por el dinero fuese permisible, y no lo es en ningún caso, el progreso material que gozamos es un resultado de esfuerzos no sólo nuestros, sino sobre todo de nuestros antecesores que por siglos han trabajado por un futuro mejor. Al menos aquí en el norte debemos recordar durante nuestras carnes asadas que las mejores razas de reses, es más, ¡la mejor cerveza!, las lograron los monjes en la, ¡uy!, “Edad de las Tinieblas”. No tiene por qué sorprendernos que un monje, Mendel, haya sido quien fundara la ciencia de la genética. Arrogarnos, pues, este avance como sólo nuestro es tan ridículo como Kiko cuando le presume al Chavo la pelotota que le regaló doña Florinda.

Pero aun así hay quienes se jactan de que no sólo su momento es el mejor, sino también niegan cualquier progreso antes, es más, consideran épocas anteriores como obstáculo para el avance la humanidad, especialmente si brilló entonces la fe, dizque por “oscurantista”, “superstición”, “contraria a la ciencia”. A estas personas tan preocupadas por identificar los tiempos habría que recordarles que el papa Gregorio XIII ordenó el calendario que hoy nos rige y que quienes inventaron los mejores instrumentos para medir el tiempo, los relojes exactos, también fueron monjes medievales. Los requerían no sólo para la Liturgia de las Horas, también para programar bien su trabajo como lo hace cualquier empresa actual.

Aunque es difícil pensar que los avances materiales retrocedan o aun desaparezcan, no debemos suponer esto como imposible. La historia nos recuerda los muchos imperios que alcanzaron la mayor prosperidad y dominio, y que se vinieron abajo a punto de quedar en nada, principalmente por la corrupción de sus costumbres, como ocurrió con Roma y Grecia antiguas, y podría ocurrir hoy con tantos pueblos blandengues, cuyos políticos ineptos gobiernan en este mundo. Ahora bien, no es necesario hablar del avance del populismo para detectar signos de decadencia. Basta ir a un museo de “alta cultura”. Allí uno confunde fácilmente un Kleenex usado con la “gran obra de arte” en exhibición.

Y aun cuando el progreso material fuese el curso ineludible de la historia, no es éste el que define ni garantiza por sí solo el verdadero progreso. Aunque aquél fuera imparable no es garantía del progreso moral. Los romanos, en tiempos de Nerón, alcanzaron el mayor poderío militar y económico, pero lo lograron sometiendo múltiples pueblos a la esclavitud y matando cristianos a diestra y siniestra. Los norteamericanos diseñaron en 1787 la Constitución más exitosa de todos los tiempos, pero para garantizar ese éxito, previeron también preservar la esclavitud de los negros y la rapiña de los territorios indios.  Los alemanes eran el pueblo con más avances científicos cuando cometieron el Holocausto. Podrán añadirme en un futuro cercano, con el progreso material, 100 años adicionales de vida. Pero si se hace con medicina que se cosecha en los abortorios, como ya ocurre, no somos sino la sociedad más decadente y perversa de todos los tiempos.

 
Imagen de Konstantin Kolosov en Pixabay


 

 

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