Por Rebeca Reynaud
Nuestra acción debe estar dirigida a despertar en todos, empezando por nosotros mismos, la llamada que Dios ha puesto en nuestro corazón.
¿Para qué crea Dios? Dios crea el mundo por amor, para comunicar su bondad. Dios ha creado al hombre como su interlocutor, y el Señor sabe que el ser humano tiene respuestas propias. Junto al don de la creación Dios ha dado al hombre el don de su amistad. San Agustín ha expresado de una manera genial esta realidad en sus Confesiones: “Nos creaste Señor para Ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti”.
Joseph Ratzinger dice que: “La creación se hizo para ser espacio de oración. Podemos decir: Dios ha creado el mundo para iniciar con el hombre una historia de amor”. Para este autor, la creación es un dogma olvidado. Ratzinger afirma que el problema actual es un problema de falta de razón, más que de falta de fe.
Tratar sobre la creación reviste una importancia capital; se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana. Las cuestiones sobre el origen y el fin de la vida humana son decisivas para el sentido y orientación de nuestra vida.
“En el principio era el Verbo” dice San Juan. Todo lo que hay, ha sido hecho conforme al pensamiento de Dios. La Palabra de Dios se nos revela como algo personal. En esa Palabra de Dios se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría, todos los secretos de las ciencias, todas las formas de las artes, todo el saber de la humanidad. Pero este saber, comparado con la Palabra, es solamente la sílaba más insignificante. ( Cfr. Fulton J. Sheen, Vida de Cristo, Herder, p. 22s.)
Con todo, el interés por los orígenes va más allá. “No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuándo apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien un Ser trascendente, inteligente y bueno, llamado Dios” (CEC, 284).
Lo específico, lo importante del hombre, es que recibe la vida de Dios. Dios toma barro, modela al hombre y recibe el aliento del mismo Dios. Benedicto XVI dice: “Lo esencial de esta imagen es la dualidad de la persona. Muestra tanto su pertenencia al cosmos como su relación directa con Dios” (Dios y el mundo).
Ser imagen de Dios significa que el hombre es un ser de la palabra y del amor. El hombre es un ser capaz de pensar en Dios, capaz de orar, afirma Ratzinger. El hombre es la criatura que puede llegar a ser uno con Cristo. Aún no ha llegado a ser él mismo, está en tránsito.
¿En qué consistió el pecado original? El tentador dice: ¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso? Y respondió la mujer a la serpiente: Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: ‘No comáis de él, ni lo toquéis siquiera. No vayáis a morir’. Y dijo la serpiente a la mujer: ‘No moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal’.
Luzbel falsea la verdad de lo que Dios ha dicho, introduce la sospecha sobre las intenciones y planes divinos y, finalmente, presenta a Dios como enemigo del hombre. El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su Creador y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento del Señor (CEC, n. 397). En adelante todo pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.
El árbol es un símbolo que significa su límite infranqueable. El hombre no debe pretender ser como Dios. Sólo Dios es la verdad y la Bondad absolutas, en quien se mide y desde quien se distingue el bien del mal. Sólo Dios es el Legislador eterno, de quien deriva cualquier ley en el mundo creado, y en particular la ley de la naturaleza humana.
El relato continúa: “Vio, pues, la mujer que el fruto era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él la sabiduría, y tomó de su fruto y comió y dio también de él a su marido, que también con ella comió”. Entonces “se abrieron los ojos” de ambos y “vieron que estaban desnudos”. Y cuando el Señor Dios “llamó al hombre, diciendo: ¿Dónde estás?, éste contestó: Temeroso porque estaba desnudo, me escondí” (Gén 2, 9-10). El hombre ha perdido ahora el fundamento de su alianza con Dios.
El respeto de la libertad creada es tan esencial que Dios permite en su providencia incluso el pecado del hombre. Podemos deducir, pues, que a los ojos de Dios era más importante que en el mundo creado hubiera libertad, aun con el riego de su mal empleo, que privar de ella al mundo para excluir de raíz la posibilidad del pecado.
Consecuencias de todo pecado es que los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios; la inteligencia se considera el centro del universo y se entusiasma ante el “seréis como dioses”. “Pero la fuerza de Dios está en el amor a los hombres extraviados. Quiere otorgarles misericordia, perdonarlos, hacerlos felices” (Josefa Menéndez).
Toda la historia humana está marcada por el pecado original (CEC, n. 390). Santo Tomás de Aquino dice: En Adán peca el hombre y afecta a todos los hombres, porque la naturaleza del hombre es una. Esto presupone la solidaridad de todo el género humano en una misma naturaleza. En Adán, todo el género humano se encontraba presente, en cierto modo. El Concilio de Trento, en el siglo XVI, tuvo que tratar con detalle este tema, ya que para los reformadores (protestantes), el hombre después del pecado original estaría “radicalmente pervertido y su libertad anulada” (cfr. CEC, n. 406).
Imagen de Ingo Jakubke en Pixabay