Por Javier Sicilia*

Hacia 1893, el noruego Evard Munch concluyó su pintura El Grito (Skrik). Realizaría tres copias más y una litografía. Manoseada por Andy Warhol y la mercadotecnia, la obra se ha banalizado. No por ello ha perdido su dramatismo y su actualidad.

La motivación de Munch para hacerla hay que encontrarla un año antes en su diario. Dice así: “Paseaba por un sendero con dos amigos, el sol se puso. De pronto, el cielo se tiñó de rojo, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio: sangre y lenguas de fuego me acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad. Mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad. Sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza.”

La experiencia es tremenda. Lo es más la pintura que da cuenta de ella: el grito que Munch escucha salido de un rostro que trae consigo el espanto, es tan fuerte, tan desgarrador que es absolutamente mudo. Lo sentimos resonar en nosotros por la manera en que el personaje abre desmesuradamente la boca y por la forma en la que el paisaje, descrito por Munch en su diario, vibra.

Ese silencio sonoro, semejante al del relincho que profiere el caballo en el Guernica de Picasso, al que, dice el Evangelio, profirió Cristo al expirar o al que Georges Steiner dice que lanzó Helen Weigel, la esposa de Bertolt Brecht, cuando en su representación de Madre Coraje con el Ensamble de Berlín mira el cuerpo del hijo asesinado –un grito sin sonido, un silencio “que chillaba, chillaba por toda la sala”, no sólo actualiza el grito primitivo que quizá lanzó el primer ser humano cuando se dio cuenta de la inhumanidad de la que somos capaces, sino el que las víctimas de cada época profieren frente al horror indecible de la suya.

En México, las palabras que guardan el sentido han entrado en una profunda decadencia desde hace tiempo. La imbécil inhumanidad de nuestros políticos que usan el lenguaje para mentir, justificar falsas políticas y proteger la impunidad, y la banalidad en la que ha incurrido la comunicación, han ido acompañadas en las dos últimas décadas de masacres, de seres humanos pendidos de puentes, de cuerpos torturados, mutilados y arrojados como basura en cajuelas de autos o desaparecidos en fosas…

Vaciadas de cualquier profundidad y contaminadas del galimatías de la barbarie, las palabras no alcanzan a dar cuenta de lo humano. Tampoco a hacer audible la profundidad del grito de las víctimas que todos los días resuena en las calles, en los medios de comunicación, en las casas de seguridad, en la mudez helada de las fosas.

De ahí la actualidad del cuadro de Munch. La ausencia de sonido en él y la expresividad de su fuerza que hace vibrar la sangre en el cielo y la oscuridad de la ciudad, no sólo atraviesan la infinitud del espacio, sino milenios de inhumanidad y de tragedia que misteriosamente la palabra, lo más humano en el hombre, parece ya no poder limitar ni contener.

No sé, sin embargo, si en un mundo derruido, donde hasta la tortura y el asesinato se banalizan, esa obra fundamental de Munch, que la ordinariez de Warhol pretendió desacralizar, pueda tener todavía la fuerza que le atribuyo. En todo caso está allí. La profundidad de ese grito silencioso proclama, al menos, la fragilidad de nuestra condición humana: la incapacidad no sólo de la palabra sino del sonido más primitivo y doloroso del hombre para contrarrestar el abismo de horror de nuestra época.

Quizá, como sucede con las grandes obras de arte, este cuadro de Munch, de una actualidad poco común, guarde en su mudez la revelación que un día pueda devolvernos la justicia que su grito reclama en cada víctima.

*Este artículo fue publicado en el blog semanal de Conspiratio.

Se reproduce con permiso expreso de su autor, Javier Sicilia.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de agosto de 2024 No. 1520

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