Por Mauricio Sanders
Por ahora, se terminan los mitotes. Antes de dar fin a esta serie, quiero ofrecer a los lectores que los han leído a lo largo de un año la misma explicación que di a las dos o tres personas que, algo molestas, me jalaron las orejas por comenzar algunos con las palabras: “No amo mi patria.”
A esas gentes respondí que estaba pensando en “Alta traición”, el poema de José Emilio Pacheco que empieza así. Con los mitotes, me propuse explorar el amor patrio que expresa genialmente ese poema y exponerlo en cincuenta y dos artículos semanales de menos de seiscientas palabras.
“No amo mi patria. Su fulgor abstracto es inasible”, dice el poema. Igualito me pasa a mí. Hay una patria que se me escurre entre los dedos y no porque sea intangible, pues hay un México inmaterial de costumbres y modales, de conceptos y símbolos donde sí me siento como en casa. Pero hay un México donde me siento perdido. Aunque no sé cómo explicar exactamente cuál y cómo es, ésa es la patria que no amo. A falta de frase más precisa, por ahora podría llamarla “Estados Unidos Mexicanos”, aunque “Méjico” y “Mexicou” también podrían servir.
Dicen que el amor verdadero es todo menos ciego. Cuando verdaderamente amas algo o amas a alguien, lo amas por su grandeza, pero más lo amas porque ves su miseria; lo amas por su hermosura, pero más lo amas porque ves su fealdad. Pero eso lo sé en teoría. En la práctica, la experiencia del amor que he conocido en carne propia me enseña que, cuando amo, a cada rato estoy peleando con mi amor.
“¿Estoy loco? ¿Estoy p…? ¿Por qué le doy mi amor a tal?”
La paz viene cuando no busco razones. Viene cuando hago caso a la voz que me dice:
“Amas porque así te tocó a ti.”
La patria que amo es grande y hermosa, pero también muy miserable y muy fea y posiblemente el futuro le depare mucha más miseria y fealdad. Quizá sea cierto eso que dicen: “Las cosas tienen que ir bastante peor antes de empezar a ir tantito mejor.” No digo que tengo amor tan puro que ame a mi patria a causa de sus desdichas y desgracias. Pero sí que quisiera tener amor suficiente para no imponer como condición a mi patriotismo que la patria sea como la quiero para amarla.
Algo así me dice el poema de Pacheco, que también dice sobre la patria “pero (aunque suene mal) daría la vida por diez lugares suyos, cierta gente, puertos, bosques de pinos, fortalezas, una ciudad deshecha, gris, monstruosa, varias figuras de su historia, montañas y tres o cuatro ríos”. Aunque no soy tan temerario como para andar presumiendo que, en caso de guerra civil o invasión extranjera, estaría dispuesto a morir por alguna de esas cosas, ésa es la forma de patriotismo a la que aspiro.
Para mi fortuna, profeso una religión que enseña que “dar la vida” no es lo mismo que morir en lid sangrienta. Alguna vez tuve un trabajo que consistía en difundir la buena imagen de México en el exterior. De algunos años para acá, tengo la idea de que hacen falta muchos que hagan un trabajo todavía más importante: difundir la imagen cierta de México hacia el interior. Para éste que soy, “dar la vida” puede significar tener la dicha inicua de perder el tiempo en escribir.
Agradezco a quienes me hicieron saber que unos mitotes les parecieron útiles o interesantes. Agradezco también a quienes los hicieron circular en los medios a su alcance.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de agosto de 2024 No. 1520