Por P. Fernando Pascual
En el mundo moderno, según algunos estudiosos, hay personas que “trabajan” solo por objetivos inmediatos, que no impliquen costos ni esfuerzos. Escogen, de modo especial, lo que resulta fácil, rápido, gratificante.
Existen, sin embargo, metas difíciles que exigen un especial esfuerzo, incluso que solo pueden alcanzarse si se superan dificultades no pequeñas.
Pensemos, por ejemplo, en lo que implica atender a personas ancianas, o a enfermos crónicos, o a quienes sufren diversos tipos de problemas mentales.
O pensemos en profesiones que exigen una gran cantidad de estudios, horas y horas de prácticas que implican a veces mucha abnegación.
O pensemos en quienes buscan una meta buena en medio de la oposición de familiares, amigos, y otras personas que hacen difícil llegar a los objetivos propuestos.
Cuando el amor hacia una meta buena choca con problemas de tiempo, de dinero, de cansancio, de conflictos con otros, es fácil renunciar: ¿para que seguir en la lucha? ¿No resulta mejor rendirse y escoger algo más fácil?
Si todos pensasen de esta manera, miles de metas buenas quedarían asfixiadas por lo cómodo, lo agradable, lo que responde mejor a la pereza, al miedo, a los gozos inmediatos.
Gracias a Dios, millones de seres humanos han perseguido y persiguen metas buenas en medio de dificultades enormes, simplemente porque tienen claras sus prioridades y, sobre todo, porque su amor es verdadero.
Una de las características del amor auténtico consiste precisamente en luchar y luchar sin rendirse por alcanzar un ideal amado, que coincide en muchos casos con el bien de familiares, amigos, e incluso de otras personas que se benefician de tantos esfuerzos sinceros.
Cuando en nuestra vida percibamos el atractivo de una meta buena y la existencia de barreras que la hacen difícil, necesitamos armarnos de valor para que, de verdad, no nos detengamos ante la prueba.
Entonces veremos, con sorpresa, que una vida entre luchas y sacrificios brilla con especial belleza, precisamente porque se ha orientado a metas que valen la pena.
Entre esas metas brilla con fuerza la única plenamente buena: darse a Dios y a los otros con todo el corazón y todas las fuerzas…