Por Arturo Zárate Ruiz
San Pablo celebra la unidad, «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo», pero no la uniformidad en la Iglesia, ni en otros ámbitos. Me gusta ir a misa entre semana, pero no tengo por qué censurar a quien no lo hace. Sólo es obligatorio hacerlo los domingos. Entre mis oraciones predilectas está la Magnífica. Admito, sin embargo, que cuando rezo el Rosario no suelo incluir las Letanías: no me las he aprendido. Nuestra Madre de Misericordia no me va a dar de coscorrones por mi omisión. Entre los santos de causas imposibles recurro a santa Rita de Casia, no a san Judas Tadeo, que es apóstol. Dudo que le vaya a poner una zancadilla a esta santa cuando venga a ayudarme porque, resentido, no haya recurrido a él.
Así, sin descuidar la unidad, no caigamos en el peligro de no aceptar la pluralidad en la Iglesia. Las múltiples órdenes religiosas nos ilustran lo que podríamos llamar diversidad de estilos en ser cristianos, algo que carecen los protestantes (los miembros de cada secta suelen pensar y lucir igualitos). La misma liturgia, sin dejar de reflejar la fe, es muy variada. Son 23 los ritos católicos entre latinos y orientales, no lo olvidemos. Entre los teólogos todavía se estudia si María se durmió o se murió antes de su Asunción, y mientras no se defina qué pasó es admisible tomar una postura. En fin, en una misma parroquia la forma de predicar del titular y del vicario, para bien de todos, no es calca la una de la otra.
De hecho, también san Pablo nos dice:
«Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu…da a uno la sabiduría para hablar; a otro, la ciencia para enseñar… a otro, la fe… a este se le da el don de curar… a aquel, el don de hacer milagros; a uno, el don de profecía; a otro, el don de juzgar sobre el valor de los dones… a este, el don de lenguas; a aquel, el don de interpretarlas… Pero en todo esto, es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones a cada uno en particular como él quiere».
Ahora bien, los peligros contra la pluralidad suelen darse más en ámbitos distintos a la Iglesia, por ejemplo, en el trabajo, en la política, en la familia y en nuestra propia vida.
En el trabajo es bueno preservar la unidad de metas. Sin embargo, mientras no se estorbe a otros en sus tareas, no veo por qué sospechar de quien cumple esas metas a su manera, y no exactamente la nuestra. Que la creatividad suele enriquecer cualquier empresa.
Es en política que suele exigirse uniformidad, sobre todo ahora que se imponen las ideologías, se fomenta la polarización y el Estado concentra todas las actividades en detrimento de la subsidiaridad, qué digo, cuando el poder ejecutivo quiere controlar todo. No quiero negarle eficacia en logros a un buen monarca, por su unidad de mando. Pero aun entonces se pierde la riqueza en el país de no admitir la diversidad. Nuestros vecinos del norte lo dicen muy bien en su dinero: «E pluribus unum». Porque somos muchos, y así lo vivimos y aceptamos, es que se fortalece nuestra unidad. Ésta se quebraría tarde o temprano de obligársenos a todos vestir a lo Mao. Podemos tener la mejor máquina para producir chorizos, pero éstos nos aburrirán o incluso enfermarán si sólo comemos eso.
No digo que no eduquemos a nuestros hijos según la fe y la razón, pero aun en lo que concierne a tradiciones y costumbres de nuestra familia, si no se oponen ellos a lo que manda Dios, no tenemos que frenarlos (de suponer que podemos hacerlo) si eligen caminos distintos a los nuestros. El mismo hecho de casarse implica que dejen a su padre y a su madre y formen una nueva familia. Mejor conservémoslos, así diversos, en nuestro amor. Mi hermano decía sobre su hija que se fue a trabajar a China que, si hubiera tenido oportunidad, se habría ido a Marte. Tenía ella ganas de conocer nuevos horizontes. No veo por qué negárselos.
Aunque parezca raro decirlo, hay que ser “plurales” nosotros mismos. No es que renunciemos a nuestra personalidad. Simplemente debemos cuidar no ser uniformes. Hay que adaptarnos a distintas situaciones y personas. Como dice san Pablo: «Alégrense con los que están alegres, y lloren con los que lloran».
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