Por Arturo Zárate Ruiz

No somos algunos católicos los únicos santurrones. Lo es cualquiera que se crea, por cualquier sinrazón, divino, y que desde su dizque inasequibles alturas mire abajo y desprecie a los, según él, miserables que allí pululan.

Lo hacen algunos intelectuales cuando deploran que el común de la gente no nos demos cuenta de que las corporaciones, los medios de comunicación, los que acaparan el poder, nos manipulan y convierten en títeres de una Matrix. Ellos, por superinteligentes, sí lo saben. Es más, nos miran con compasión y se atreven a darnos consejos, pero sin esperanza ninguna. Somos tan tontos que jamás nos percataremos del engaño.

Lo hacen, sí, algunos ateos. Su santurronería paradójicamente consiste en sentirse superiores por haber caído en cuenta, según ellos, de que su vida no vale más que un cacahuate. Sin Dios, sin moralidad que en Él se sustente, todo pierde sentido. Pero ellos sí lo saben. Nosotros continuamos engañándonos y disfrutando dizque una falsa alegría fincada en la fe. Si ellos no se suicidan, lo hacen porque creen que cambiarán este mundo, al menos por el período incierto que les toque vivir, de un modo que sea más amable. ¿Pero qué es más o menos amable si no hay un estándar de moralidad por haber antes negado al que es Bueno? Quedan los caprichos, las ideologías y la dictadura del relativismo, y la muerte, pues tarde o temprano se muere uno sin haber alcanzado nada. Son los orgullosos apóstoles del “no somos nada”.

Están muchos políticos que, tranzas o no, creen saber siempre más que sus gobernados. Nos tratan como menores de edad, nos apapachan, pero hacen lo que, por su dizque mayor sabiduría, les da la gana. Que eso es lo que nos conviene. Por eso legislan contra la familia, para conseguir con el anti-natalisimo la “libertad” de las mujeres o, con el matrimonio homosexual, la “felicidad” de los desviados; promueven la difusión de perversiones en las escuelas dizque para informar y educar a los niños; defienden el divorcio exprés dizque para facilitar la paz entre las personas (o más bien para deshacerse más fácilmente de su cónyuge). Y quienes no estamos de acuerdo no somos sino unos “conservadores”, unos enemigos del “progreso”.

Están no pocos protestantes, especialmente los calvinistas. Ellos han sido predestinados sin siquiera responder a un llamado (no creen en el libre arbitrio). Ya se consideran salvos y, por tanto, sí saben leer la Biblia. Quienes no pertenecemos a su secta ya estamos, ipso facto, condenados. Por carecer desde siempre la oportunidad de salvación, ¿para qué predicarnos la Buena nueva?, mejor matarnos ya, un mal menor al infierno ineludible que esperamos. Así lo hicieron los calvinistas en Nueva Inglaterra, y el resto de Estados Unidos, con los nativos.

Pero la santurronería de todos ellos no me preocupa mucho. Me preocupa la nuestra, la de no pocos católicos.

La describe ya el Evangelio. Juan y Santiago desean que llueva fuego sobre los samaritanos que no recibieron al Señor. Jesús, con un dejo de humor, los llama «hijos del trueno».

De ningún modo niego el insulto en la inauguración de las Olimpiadas, no sólo contra los católicos, también contra todos los que profesamos alguna religión. Tampoco niego que hay que alzar la voz contra ese insulto. No sólo hay que defender nuestra fe, hay que denunciar el pecado para, confiando en la gracia de Dios, convertir a los pecadores.

En cualquier caso, no olvidemos que nuestra labor no es condenar al pecador sino en ofrecerle los medios de salvación. Y menos olvidemos que nosotros también nos encontramos en ese camino, el de la conversión. Considerarnos ya santos es lo que nos convierte en santurrones. De hecho, somos tan pecadores y necesitados de conversión como los blasfemos de París. Y aun si nos portamos super bien, no nosotros somos los santos sino un solo Señor. Es su gracia la que nos santifica.

En fin, de dar por sentado que ya somos santos y salvos, nos puede suceder como a san Pedro, quien le aseguró a Jesús que jamás lo negaría. Pero cantó el gallo dos veces. Entonces, más vale que, si así ocurre (y, de hecho, si nos conocemos bien, ocurrirá), tengamos tiempo de acudir al perdón como Pedro, y no como Judas, que no lo hizo.

 

Imagen de Steve Haselden en Pixabay


 

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