Por Arturo Zárate Ruiz

Es frecuente que nos tilden a los católicos de hipócritas por repudiar el pecado, cuando seguimos siendo pecadores.  Si lo reconocemos así, no veo por qué acusarnos de falsos. Admitimos que cojeamos.  En cualquier caso, esta acusación merece atenderse para un examen de conciencia; un examen que revise qué tipo de hipocresía podríamos cometer.

Quizás la forma de hipocresía más común consiste en la propensión muy humana —por nuestra naturaleza caída— de mirar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, como censuró Jesús.  Somos propensos a identificar los defectos de los demás mientras ignoramos los propios.  Mi suegra decía que la zorra no se mira su cola.  Es más, no es raro que culpemos a otros de nuestras propias faltas.  Al menos, esto último es muy común en los políticos. Una variante de esta hipocresía es muy simple: mostrar las flores del jardín para que no vean que se incendia la casa.  Este tipo de hipocresía tal vez sea la que, de cometerla, más motiva a los anticatólicos a despreciarnos.

Hay otro tipo que más bien nos atrae aplausos: la mundanidad, el ponernos una careta según lo que prescribe el mundo, y no aparecer según lo manda Dios. Presumimos creer lo que dice la Iglesia, pero, para darle gusto a los demás, practicamos lo que está de moda. Mínimo nos alaban entonces por ser “católicos de amplios criterios”, por ejemplo, cuando nos unimos a grupos como “católicos por el derecho a decidir”, es decir, a católicos que promueven el aborto.  A veces la mundanidad la practicamos sin siquiera darnos cuenta, por ejemplo, cuando celebramos que nuestro amigo se divorcie y se case con otra mujer.  “¡Será así feliz!”, decimos, cuando, nos guste o no, Jesús mismo lo desaprobó.  Se da la mundanidad entre algunos profesores universitarios cuando subordinan o desconocen el conocimiento y la verdad, y los sustituyen por ideologías y modas intelectuales.  Ya hay algunos médicos (más bien mercachifles) que, por demostrar que son de “vanguardia”, eluden distinguir entre varón y mujer, y se dedican a mutilar quirúrgica o químicamente a perturbados que se definen como “trans”.

Otro tipo de hipocresía podríamos caracterizarlo como envilecimiento.  Entonces ni nos acordamos de nuestra fe y nos hundimos en la depravación.  Se diría que no hay ya hipocresía porque abrazamos sin tapujos y con entusiasmo el mal. Ejemplos de ello serían quienes presumen sus borracheras para demostrar su “hombría” y los narcotraficantes que no sólo admiten que son abominables, también lo alardean.  Pero no es que no exista una careta.  Sí la existe, sólo que ha consumido y destrozado la naturaleza original del ahora gusano: un ser humano que creo Dios a imagen y semejanza suya.  Ni Hitler mismo dejó de gozar, en un principio, de abundantes dones y gracias del Altísimo.  Si no se vieron después en él fue porque prefirió convertirse en otra persona y la careta que se puso sepultó y pulverizó la hermosa criatura inicial a quien le dio ser el Señor. Este envilecimiento es un riesgo en quienes les gusta la actuación, la hoy denominada “performatividad”.  Acaban asumiendo el rol del personaje que representan y, aun maldito, se convierten en eso.  Representan al Marqués de Sade y terminan practicando y disfrutando el sadismo.

Hipocresía muy peligrosa es la de los lobos que se visten con piel de oveja, como Satanás, el padre de la mentira y su “seréis como dioses”.  Se seduce con engaños sutiles para aprovecharse de otros.  Se dulcifica lo aborrecible, para convencer de que es “amor” la lujuria. Se ennoblece lo indigno, como lo es la venganza. Para arrebatar el poder, se atizan resentimientos contra quienes bien han triunfado y se generan odios de clase para dizque avanzar.  Hoy se dan quienes venden el egoísmo como cosa buena.  Dizque preocuparse por ganar es el motor de la economía, cuando es un disfraz para el expolio.  Venden bien esta idea porque, después de todo, el egoísmo remeda la “justicia”, el dar a cada quien lo que merece.  Pero no es así, porque si fuéramos en verdad justos, no robaríamos al vecino sino lo trataríamos como Príncipe del Cielo. Recordémoslo, el prójimo, como tú y yo, es un hijo de Dios.

 
Imagen de Ana Krach en Pixabay


 

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