Por Jaime Septién

En el ensayo “Hidalgo reformador intelectual”, el padre Gabriel Méndez Plancarte (gloria de los sacerdotes humanistas mexicanos) comienza citando un lema de Spinoza: “No reír, no llorar ni detestar, sino comprender”. Acto seguido, cita al historiador don Luis González Obregón para definir al padre Hidalgo: “No es el monstruo fabuloso de los edictos, bandos y papeles que esparcieron por todas partes, no sus enemigos, sino los enemigos de la Independencia”, pero “no es tampoco el anciano venerable de la leyenda creada por los oradores del 16 de septiembre”. Entonces: ¿quién es el padre de la Patria? ¿Qué nos dice hoy a los mexicanos?

El mismo González Obregón reconoce que “Hidalgo fue hombre y hombre grande”. Y “frente al misterio del hombre –agrega el padre Méndez Plancarte– se embotan la risa y el llanto, y es estéril el odio: solo la inteligencia –fina arma, luminosa y aguda–, corroborada por la com-pasión o sym-pathia es capaz de penetrar y esclarecer el enigma.”

El cura que había sido rector de la Universidad de San Nicolás (en Valladolid, hoy Morelia), si bien cometió excesos en el tiempo escaso en el que vivió desde “la incierta alborada del 16 de septiembre” en la que “hizo vibrar –desde las campanas de Dolores– sobre el vasto corazón de la patria”, también tuvo la genial intuición de tomar como estandarte a la Virgen de Guadalupe del templo de Atotonilco, para mostrar a los mexicanos el camino de la fe, que es el verdadero camino de la libertad.

Tres temas que deberíamos reivindicar hoy, cuando la patria que amó Hidalgo en los pobres y oprimidos se nos parte en pedazos: el valor de enfrentar una realidad que parece invencible; desde la intimidad del templo, con las campanas de la esperanza y la fe inmensa en que Santa María de Guadalupe, la Reina de México, es la patrona de nuestra libertad.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 15 de septiembre de 2024 No. 1523

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