Por Rebeca Reynaud

Dios Padre dijo de Jesucristo en dos ocasiones: “Este es mi hijo amado en quien me complazco” (Mateo 3, 17; 17,5).

En el momento de la Concepción Inmaculada, al verla surgir en medio de la corrupción universal, tan pura, tan hermosa, tan santa, Dios Padre pudo haber dicho de la virgen María: “Esta es mi hija amada en quien he puesto mis complacencias”.

La Virgen María fue preservada del pecado original en orden a los méritos de Cristo, es decir, nunca estuvo sujeta al pecado. En el momento de su concepción inmaculada, la Virgen recibió al Espíritu Santo para hacerla “más santa que todos los santos, más excelsa que los cielos, más gloriosa que los querubines, más honorable que los serafines, más venerable que cualquier criatura” (J.G. Treviño).

En la Encarnación, la virgen concibió al Hijo del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, para hacerla Madre de Dios.

La tercera vez que el Espíritu Santo descendió sobre ella fue el día de Pentecostés. Ella estaba acompañada de los Doce Apóstoles, y el Espíritu Santo se posó sobre la cabeza de cada uno de ellos para que recibieran el gran don del Espíritu. La virgen Santa María pasa a ser Madre de la Iglesia, y con esto se completa el misterio de su Maternidad divina.

Toda la plenitud de la gracia que está en Cristo, la recibió también María, aunque de diferente manera.

Por Gabriel supo María que su prima Isabel iba a ser madre del Precursor de su Hijo, de San Juan Bautista.

Al encontrarse María e Isabel, el Espíritu Santo las iluminó para que conocieran el misterio que en ellas se verificaba. María iba a cumplir una promesa divina. Gabriel aseguró a Zacarías que su hijo sería santificado antes de nacer, más nadie puede santificar sino el Redentor –Jesús-, por el Espíritu Santo. María llevó en su seno a su Hijo para que santificara al Precursor.

Isabel conoció que María era la Madre del Mesías esperado. Y, cuando se abrazaron, el Precursor saltó de alegría en el seno de Isabel, y en este momento se le borró el pecado original.

María dice: “Glorifica mi alma al Señor”, y recita el conocido himno llamado Magnificat. Ana Catarina Emmerick relata que, durante los tres meses de estancia de Santa María en la casa de Isabel, con frecuencia se recogían y las dos rezaban el cántico del Magnificat. Uno de sus versos dice: “Mi espíritu se estremece de gozo en Dios mi Salvador” (lucas 1,47). Cuando un alma conoce la bondad de Dios, el amor se traduce en gratitud.

Alabar a Dios, glorificarle, darle gracias, son matices de un mismo sentimiento, que se completa con la adoración al Dios Uno y Trino que tanto nos ama. “Te damos gracias por tu inmensa gloria”, canta la Iglesia en el Gloria. Y el amor se traduce en gozo, que es el amor satisfecho. Ahora no vemos a Dios, y en eso está el mérito, pero podemos pedirle amarle con el mismo Amor con que Él nos ama. Dios hizo grandes cosas en la Virgen por su fe (cfr. Lucas 1,49). Pidamos más fe, porque es lo que sostiene todo el edificio espiritual de nuestras almas.

 

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