Por P. Eduardo Hayen Cuarón
En Estados Unidos el tema de los extraterrestres se ha vuelto recurrente con cierta frecuencia. De vez en cuando aparece algún militar retirado que afirma, en el Congreso, que ya están aquí los alienígenas en la Tierra. Los políticos ponen el tema en la opinión pública, evidentemente para manipular al pueblo, que fácilmente les cree. Sin embargo la ciencia y la teología dicen otra cosa.
¿Estamos solos en el cosmos? Esta pregunta siempre ha estado en la mente de los hombres de todos los tiempos, sobre todo cuando contemplamos y exploramos, maravillados, el espacio sideral con sus distancias que parecen infinitas, y con sus millones de estrellas, planetas, galaxias, asteroides, cometas, nebulosas y agujeros negros. Un espectáculo que no deja de ser alucinante.
Hasta hoy los astrónomos más serios no han encontrado ninguna evidencia de vida extraterrestre. Ellos diariamente monitorean los cielos, no sólo para buscar de meteoritos o asteroides que puedan chocar con la Tierra, sino para descubrir posibilidades de vida en otros planetas y, por supuesto, vida inteligente. La conclusión es que hasta el día de hoy estamos solos.
El 98 por ciento de los testimonios que afirman haber visto ovnis o alienígenas no tiene sustento alguno, y el dos por ciento restante no tiene explicación, pero esto no significa que se trate de eventos causados por extraterrestres. Los estudios científicos rechazan de forma contundente las supuestas pruebas que demuestran la vida fuera de la Tierra.
Peregrinos del Absoluto
Mientras que el ateo observa el mundo y el cosmos sin poder responder a la pregunta sobre la existencia de Dios –y por eso termina negándolo–, el hombre creyente contempla el espectáculo de la creación, y se llena de estupefacción por el orden tan perfecto que descubre en ella, desde el microcosmos de las células hasta el macrocosmos de las galaxias.
Sin embargo el estupor más grande no proviene del orden inteligente que descubre en todo lo creado, sino en el mismo hombre que se interroga por el sentido de la existencia y de su papel dentro de la Creación. El ser humano se descubre como «alguien», como una persona llamada a la comunión con la Inteligencia suprema que todo lo dispuso con sabiduría.
El hombre únicamente se entiende a sí mismo en esta alianza de amor con su Creador. Se siente llamado a buscarlo, y descubre que la misma búsqueda es un regalo que Dios le ha puesto en el corazón. Hay una aspiración natural a la comunión con Dios. «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón estará siempre inquieto hasta descansar en ti», es la frase inmortal de san Agustín que revela nuestra hambre y sed más profunda de amor y comunión. Dice el Catecismo: «el hombre está ordenado desde su creación a su fin sobrenatural, y su alma es capaz de ser sobreelevada gratuitamente a la comunión con Dios» (n. 367).
San Juan Pablo II enseña en sus catequesis que el hombre, por su experiencia de libertad, puede descubrir que el árbol del conocimiento del bien y del mal que estaba en el jardín del Edén, está también dentro del mismo hombre. Es decir, el ser humano descubre que es libre para elegir entre el bien y el mal. Puede optar por el bien y convertirse en un aliado de Dios, o puede optar por el mal y volverse un alienado de Dios, lo que lo llevaría a la muerte.
¿Habrá vida inteligente fuera de la Tierra? Es muy poco probable, según la ciencia, y hasta hoy no hay indicios. Y aunque es natural que busquemos en las estrellas a alguien que nos guiña el ojo, es más humana y más grandiosa esa búsqueda que nos hace que entrar dentro de nuestras propias almas y decir con el salmista: «Mi corazón sabe que Tú has dicho: “Buscadme.” Y yo busco tu rostro, oh Señor» (Sal 27, 8).