Pacem in terris (en español: Paz en la Tierra) es la última de las ocho encíclicas del papa san Juan XXIII, publicada el 11 de abril de 1963. Con un subtítulo que reza: «Sobre la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad», era una especie de llamamiento del sumo pontífice a todos los seres humanos y todas las naciones para luchar juntos en la consecución de la paz en medio del clima hostil generado por la Guerra Fría.

A continuación presentamos los párrafos de la introducción y la conclusión de la encíclica.

El orden en el universo

La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios.

El progreso científico y los adelantos técnicos enseñan claramente que en los seres vivos y en las fuerzas de la naturaleza impera un orden maravilloso y que, al mismo tiempo, el hombre posee una intrínseca dignidad, por virtud de la cual puede descubrir ese orden y forjar los instrumentos adecuados para adueñarse de esas mismas fuerzas y ponerlas a su servicio.

Pero el progreso científico y los adelantos técnicos lo primero que demuestran es la grandeza infinita de Dios, creador del universo y del propio hombre. Dios hizo de la nada el universo, y en él derramó los tesoros de su sabiduría y de su bondad, por lo cual el salmista alaba a Dios en un pasaje con estas palabras: ¡Oh Yahvé, Señor nuestro, cuán admirable es tu nombre en toda la tierra! . Y en otro texto dice: ¡Cuántas son tus obras, oh Señor, cuán sabiamente ordenadas! De igual manera, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, dotándole de inteligencia y libertad, y le constituyó señor del universo, como el mismo salmista declara con esta sentencia: Has hecho al hombre poco menor que los ángeles, 1e has coronado de gloria y de honor. Le diste el señorío sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto debajo de sus pies.

Resulta, sin embargo, sorprendente el contraste que con este orden maravilloso del universo ofrece el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más que por la fuerza.

Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente. Los hombres muestran que los preceptos de la ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su concienciaPor otra parte, ¿cómo podría ser de otro modo? Todas las obras de Dios son, en efecto, reflejo de su infinita sabiduría, y reflejo tanto más luminoso cuanto mayor es el grado absoluto de perfección de que gozan.

Pero una opinión equivocada induce con frecuencia a muchos al error de pensar que las relaciones de los individuos con sus respectivas comunidades políticas pueden regularse por las mismas leyes que rigen las fuerzas y los elementos irracionales del universo, siendo así que tales leyes son de otro género y hay que buscarlas solamente allí donde las ha grabado el Creador de todo, esto es, en la naturaleza del hombre.

Son, en efecto, estas leyes las que enseñan claramente a los hombres, primero, cómo deben regular sus mutuas relaciones en la convivencia humana; segundo, cómo deben ordenarse las relaciones de los ciudadanos con las autoridades públicas de cada Estado; tercero, cómo deben relacionarse entre sí los Estados; finalmente, cómo deben coordinarse, de una parte, los individuos y los Estados, y de otra, la comunidad mundial de todos los pueblos, cuya constitución es una exigencia urgente del bien común universal.

Es necesario orar por la paz

Los problemas que en la actualidad preocupan tan profundamente a la humanidad, y que tan estrecha conexión guardan con el progreso de la sociedad, nos las ha dictado el profundo anhelo del que sabemos participan ardientemente todos los hombres de buena voluntad; esto es, la consolidación de la paz en el mundo.

Como vicario, aunque indigno, de Aquel a quien el anuncio profético proclamó Príncipe de la Paz, consideramos deber nuestro consagrar todos nuestros pensamientos, preocupaciones y energías a procurar este bien común universal. Pero la paz será palabra vacía mientras no se funde sobre el orden cuyas líneas fundamentales, movidos por una gran esperanza, hemos como esbozado en esta nuestra encíclica: un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad.

Débese, sin embargo, tener en cuenta que la grandeza y la sublimidad de esta empresa son tales, que su realización no puede en modo alguno obtenerse por las solas fuerzas naturales del hombre, aunque esté movido por una buena y loable voluntad. Para que la sociedad humana constituya un reflejo lo más perfecto posible del reino de Dios, es de todo punto necesario el auxilio sobrenatural del cielo.

Exige, por tanto, la propia realidad que en estos días santos nos dirijamos con preces suplicantes a Aquel que con sus dolorosos tormentos y con su muerte no sólo borró los pecados, fuente principal de todas las divisiones, miserias y desigualdades, sino que, además, con el derramamiento de su sangre, reconcilió al género humano con su Padre celestial, aportándole los dones de la paz: Pues El es nuestra Paz, que hizo de los pueblos uno… Y viniendo nos anunció la paz a los de lejos y la paz a los de cerca.

En la sagrada liturgia de estos días resuena el mismo anuncio: Cristo resucitado, presentándose en medio de sus discípulos, les saludó diciendo: «La paz sea con vosotros. Aleluya». Y los discípulos se gozaron viendo al Señor. Cristo, pues, nos ha traído la paz, nos ha dejado la paz: La paz os dejo, mi paz os doy. No como el mundo la da os la doy yo.

Pidamos, pues, con instantes súplicas al divino Redentor esta paz que El mismo nos trajo. Que El borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta paz y convierta a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno. Que El ilumine también con su luz la mente de los que gobiernan las naciones, para que, al mismo tiempo que les procuran una digna prosperidad, aseguren a sus compatriotas el don hermosísimo de la paz. Que, finalmente, Cristo encienda las voluntades de todos los hombres para echar por tierra las barreras que dividen a los unos de los otros, para estrecharlos vínculos de la mutua caridad, para fomentar la recíproca comprensión, para perdonar, en fin, a cuantos nos hayan injuriado. De esta manera, bajo su auspicio y amparo, todos los pueblos se abracen como hermanos y florezca y reine siempre entre ellos la tan anhelada paz.

 
Imagen de NoName_13 en Pixabay


 

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