Por Juan Diego Camarillo
Cada año, al acercarse los días de conmemoración de los fieles difuntos, nuestras tradiciones culturales toman protagonismo. Como católico, esto me plantea una encrucijada: ¿cómo comunicar la importancia de purificar estas tradiciones y evitar prácticas que, como Halloween, se vuelven cada vez más comunes a nivel global?
Durante mi reflexión, he notado que algunos católicos —especialmente figuras con espacio en medios— defienden Halloween como una celebración familiar y cultural, señalando que sus raíces en Estados Unidos le confieren un sentido compartido. Sin embargo, al comparar esta festividad con el Día de Muertos en México, una tradición que ha logrado purificarse y adquirir un sentido espiritual más profundo, me cuestiono si realmente hay algo rescatable en Halloween. Aunque algunos lo consideran una diversión inofensiva, en mi opinión, su simbolismo carece de profundidades luminosas que lo conecten con la fe cristiana. Incluso la palabra «Halloween» ha perdido su significado original y ya no transmite un mensaje positivo.
Desde mi perspectiva, como católicos debemos ser críticos con aquello que, aunque parezca noble o inocente, puede desviar nuestra vida espiritual. Escucho a católicos que defienden Halloween diciendo que esta celebración no afecta su vida de fe. No dudo de su sinceridad. Sin embargo, en un mundo donde la presencia de Dios parece desvanecerse y personas de nuestro mismo entorno no tiene su fe sólida, cabe preguntarnos: ¿es realmente beneficioso fomentar esta costumbre en nuestras localidades, especialmente cuando los valores y la fe cristiana están debilitados? ¿No estaremos complaciendo más al mundo que a Dios? En la infografía de este año, publicada en las redes de El Observador, hice un llamado a la conciencia, cuestionando cómo es posible celebrar Halloween mientras en distintas partes del mundo se cometen sacrilegios contra Jesús Eucaristía.
Es una oportunidad para reflexionar sobre los graves daños espirituales que pueden surgir al vivir entregados al mundo y a ciertas tradiciones. No creo que sea casualidad que el Señor, desde mi adolescencia en el servicio, me haya permitido ver personas afectadas por el mal: hombres y mujeres de todas las edades, con su calidad de vida devastada por espíritus que los atormentan. He sido testigo de la intensa lucha de sacerdotes exorcistas que, hasta el agotamiento visible, combaten para liberar estas almas de la opresión de espíritus malignos. Esto no es un mito ni una historia lejana; es una realidad tangible de la que doy fe.
Además, como joven mexicano, me duele ver cómo hemos dejado de lado nuestras tradiciones locales. Mons. Antonio Peñaloza, de feliz memoria, comentaba que el pan de muerto “se consume en familia más por tradición inconsciente que por un recuerdo efectivo de nuestros seres queridos difuntos.” Es un buen momento para revivir esa tradición y rescatar la profundidad espiritual del Día de Muertos. Recuerdo la emoción que sentía de niño al preparar la ofrenda en familia, esperando que aquellos seres queridos fallecidos “visitaran” lo que habíamos puesto para ellos. Es una tradición que fomenta la memoria, el respeto y la oración por nuestros difuntos.
Ojalá podamos revivir estas costumbres y volcar nuestra atención en nuestros seres queridos que ya no están. No sabemos si han alcanzado el Cielo, y nuestra oración puede ser ese lazo que los acerque a Dios. Es una oportunidad para enseñar desde la infancia el valor de orar unos por otros, especialmente por las almas del purgatorio, que ya no pueden interceder por sí mismas.
Click para ver la infografía con información del Padre Gabriele Amorth