Por Mario de Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Enseñanza constante de la Iglesia católica ha sido que Dios “nos habló por los profetas”, y que, con palabra definitiva, nos “habló por medio de su Hijo Jesucristo”. Esta voz de Jesucristo, se hizo palabra escrita por medio de los apóstoles y en los santos evangelios, y sigue resonando en la tradición viva de la santa Iglesia.
Por eso decimos que cuando el Pueblo santo de Dios escucha, acepta y vive de acuerdo a esa palabra de Dios, goza de la confianza y verdad del mismo Dios. Leemos en el Catecismo: ” Por medio del sentido sobrenatural de la fe, el Pueblo de Dios, se une indefectiblemente (no falla) a la fe, bajo la guía del Magisterio vivo de la Iglesia”(No. 889). De aquí salió, sin duda alguna, ese aserto popular que afirma que “la voz del pueblo es la voz de Dios”.
Bien leído el párrafo, se entenderá que la afirmación del Catecismo se está refiriendo a los fieles católicos bautizados:
1°) que, movidos por el Espíritu santo, tienen fe sincera;
2°) que han oído la palabra de Dios, el evangelio de Jesucristo;
3°) que aceptan de corazón esa divina palabra;
4°) que buscan vivir de acuerdo con ella;
5°) que se guían por ella en sus asuntos profanos;
6°) que aceptan la guía de sus Pastores, al papa y a sus obispos; y
7°) que se sienten solidarios con sus hermanos integrantes del Pueblo de Dios.
Este aserto popular es un signo del aprecio a que se ha hecho acreedor el pueblo cristiano cuando piensa y vive la fraternidad de los hijos de Dios. “Miren cómo se aman”, decían de los primeros cristianos. La buena fama de los católicos redunda en gloria para Dios. Y, a la inversa, cuando se profana el nombre cristiano, se ensucia el rostro de Cristo y se advierte la presencia del Maligno.
Tomar en vano, es decir, con mentira, el nombre de Dios es pretender hacer a Dios cómplice de las propias maldades. Contradice la santidad de Dios y violenta la religiosidad del hermano débil e indefenso. El ámbito del poder social y político, en particular el electoral, suele favorecer este pecado; en este último caso está en juego la dignidad de las personas y su futuro.
Pretender imponer el propio dominio sobre los demás, recurriendo al engaño o a cualquier falsedad, es algo que clama al cielo. La manipulación de la libertad ajena mediante el engaño o la dádiva, es un atentado mayúsculo contra la dignidad humana.
Se hace, dice santo Tomás de Aquino, “del hombre libre un esclavo”, pues el hombre libre es aquel que es causa sui, es decir, que actúa movido por sí mismo; mientras que “el esclavo, es aquel que actúa causa domini, es decir, sometido a un amo” (Contra Gent. III, c. 122).
Un voto electoral obtenido por engaño o manipulación social o religiosa, es una violación a la dignidad infinita de la persona humana, y a su Creador. Es hacer de un hijo de Dios, libre por la sangre de Cristo, un esclavo envilecido, sujeto a un amo engañador. En estas condiciones, aunque el voto sea mayoritario, no por ello es legítimo.
Los números, en solitario, no dan moralidad. Deben someterse al escrutinio de la moralidad, mediante la autoridad competente. Invocar simplemente la mayoría sin el aval de la autenticidad y legitimidad moral, es un recurso engañoso, invocado en la historia de la humanidad por tiranos y dictadores para perpetuarse en el poder. La simple mayoría de votos electorales, carente de legitimidad moral, transforma la pretendida “voz de Dios” en una oprobiosa “compra de conciencias”.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de septiembre de 2024 No. 1525