Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Dios creó al hombre y a la mujer (cf Mc 10, 2-16) para vivir una alianza de comunión en la mutua donación y mutua complementariedad por el matrimonio.

No vale repudiar a la mujer por motivos graves, -según la interpretación del rabino Shammai, ni por cualquier motivo, aún superficial, como lo propone Hillel.

Jesús va al proyecto primigenio de Dios: hombre y mujer los creó para ser un solo ser, en la complementariedad, la unidad, a compartir su amor, su intimidad, su vida entera, en igual dignidad y en plena comunión de cuerpos y almas.

Es la forma humana excelente de convivencia y amor, para la generación de la vida y la propia realización personal y familiar.

Esta sacrosanta institución humana y divina, ha cargado con lacras fruto de egoísmos y ha sido en muchos casos, ocasión de opresión de la mujer y el relegarla a nivel de ‘cosa’.

Se debe revalorar el matrimonio, para bien de la familia y de la sociedad entera, en la recuperación del amor como su centro, ‘comunión de personas’, -en dicho de san Juan Pablo II.  Se deber superar todo autoritarismo y discriminación.

El matrimonio, base de la familia, debe ser un lugar de felicidad y de realización personal.

El matrimonio es una realidad humana y natural porque así lo ha querido Dios, ya que el hombre y la mujer son el centro de la creación (Gén 2, 18.21-25; Gén 1,26-31).

Al constituir una familia, se convierte en esa imagen de Dios trino, diversidad de personas en la comunión del amor.

El matrimonio es fruto del amor creador de Dios y de su soberana voluntad; no es capricho del hombre, ni se puede vivir al margen de su fuente original, que es Dios Creador. Hombre y mujer los creó, varón y mujer, para ser una sola carne, lo masculino y lo femenino en una realidad de comunión, ordenados el uno al otro, que abarca la totalidad de la persona.

La tragedia del pecado, introduce el dolor y los enfrentamientos mutuos.

El varón y la mujer coexisten al mismo nivel de la persona, tienen la misma dignidad e igualdad esencial, aunque diferentes corporal y psicológicamente.

La fecundidad en el matrimonio, es colaborar con Dios Creador: ‘sean fecundos, multiplíquense’, fruto de ese encuentro amoroso, hombre-mujer.

Como señala Borobio: ‘Los límites de la humanidad son los comienzos de la divinidad. En las fronteras más hondas del hombre siempre se encuentra Dios’, conforme a las aspiraciones más hondas del ser humano. El acto de comunicación y relación más perfecta es el amor, en el amor humano y en el amor divino.

Desde el punto de vista humano el matrimonio puede ser el grado pleno del amor interpersonal; implica lo espiritual, lo psicológico, lo corporal, lo afectivo. He ahí la grandeza y misterio del matrimonio.

De aquí lo doloroso y terrible de las parejas rotas.

A veces las mujeres sufren en secreto el abandono y la humillación de los esposos; esposos egoístas con complejos adolescentes que a destiempo no dieron el paso a la madurez de tomar la determinación determinada de hacer feliz a su esposa, y viceversa.

Los niños sufren el desamor de sus padres.

La crisis en el matrimonio, se pueden superar con un gran espíritu de nobleza, privilegiando el perdón, la empatía base del diálogo, el reencuentro amoroso de volver a ser novios de recuperar el romance.

Los padres se separan, no los hijos; se les hace un gran daño, pues ellos tienen derecho a su padre y a su madre, maduros.

Es innoble el chantaje a los hijos, para ganarse su cariño con regalos o conductas permisivas.

Aún separados los padres, los hijos necesitan de ambos en lo afectivo, en lo económico y en el acompañamiento.

Por supuesto, los pastores hemos de ser sumamente misericordiosos, comprensivos para poder escuchar y acompañar a quien sufre una situación de divorcio.

No los podemos marginar. Son hijos de Dios, que necesitan escuchar la Palabra de Dios y participar de la asamblea eucarística, colaborar en las obras de la comunidad, etc.

Por eso qué importante es conocer la grandeza del matrimonio, en su nivel antropológico de personas diferentes y complementarias y en su nivel sacramental, ocasión de gracia, de bendición y de felicidad natural y sobrenatural, según el plan de Dios, de amarse como él nos ha amado e incluso tener la seguridad de: ‘Quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él’ (1 Jn 4, 12).

Por eso, es inadmisible, desde el punto de vista humano y divino, la infame superioridad del varón y el sometimiento de la mujer. Contradice el proyecto de Dios y su voluntad soberana creatural; son dos en un solo ser, -hombre y mujer, dos en un solo corazón, dos en una vida, dos en una historia gozosa y complementaria.

Imagen de Jeremy Wong en Pexels


 

Por favor, síguenos y comparte: