Por P. Fernando Pascual

El deseo de aprecio radica en lo más hondo del ser humano. Desde que nacemos, buscamos cariño, protección, afecto, ayuda.

Cuando recibimos afecto, vemos la vida de un modo positivo: es hermosa porque nos quieren, nos acompañan, nos toman en cuenta.

En cambio, cuando falta afecto, corremos el peligro de desmoronarnos internamente, de verlo todo con tristeza, miedo, desinterés.

Queremos ser queridos. Buscamos que los demás reconozcan lo que hacemos, escuchen lo que decimos, incluso respondan “like” a lo que ponemos en redes sociales.

Si el aprecio de otros influye tanto en nuestras vidas, podemos preguntarnos sobre la calidad del aprecio y cariño que ofrecemos a los demás.

Porque es egoísmo buscar que los demás me quieran, cuando mi corazón y mi mente no se abren a todo lo bueno que tienen los demás.

Es cierto que hay personas poco amables, a veces antipáticas, que “pesan” en la familia o en el trabajo. Incluso hay quienes, de verdad, se comportan de modo injusto y gravemente egoísta.

También quien tiene pocas cualidades, quien parece no ofrecer algo a los demás, tiene su valor, tiene su historia, tiene una necesidad inmensa de cariño.

Saber que Dios nos ama es una ayuda única para construir nuestra vida interior de modo sano y para ver el mundo como algo que vale la pena.

Igualmente, saber que otros rezan por nosotros, nos acompañan en un luto o una enfermedad, se alegran en nuestras victorias, embellece nuestra jornada.

Hoy puedo abrir los ojos para descubrir el inmenso cariño que Dios me tiene, y el cariño de quienes me acompañan en tantos momentos de mi vida.

Al mismo tiempo, hoy puedo abrir mi vida para dar gratis ese cariño que he recibido, y así embellecer la vida de un familiar, un amigo, un compañero de trabajo, o alguien que compartió conmigo unos minutos mientras viajábamos en el metro…

 
Imagen de İbarihim Halil Uyğur en Pixabay


 

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